24 de mayo de 2023
Fundó WikiLeaks y está preso y aislado por difundir documentos que prueban atrocidades de Estados Unidos y sus aliados. Irregularidades jurídicas y mensajes de escarmiento.

Encierro. Julian Assange cumplió 4 años en la cárcel de máxima seguridad en Belmarsh, Londres.
Foto: Dominic Lipinski/PA Images
Julian Assange es una de las primeras víctimas de lawfare en el planeta. Su pecado es haber denunciado –con pruebas fehacientes y puestas a disposición de todo aquel que quiera conocerlas– los crímenes ocultos de Estados Unidos (EE.UU.) y sus aliados.
Uno de los ejemplos más aterradores es el video «Asesinato colateral» que su sitio web, Wikileaks, dio a conocer en noviembre de 2010. Las imágenes, tomadas por una cámara colocada en la punta de un helicóptero artillado Apache, muestran cómo soldados estadounidenses asesinan, solo por diversión, a ocho civiles que caminaban tranquilamente en las afueras de Bagdad. Como en los años 70, durante la guerra salvaje de Vietnam, los estadounidenses, cebados con las muertes humanas, bromean y festejan la masacre. Era el 12 de julio de 2007. Dos de las víctimas eran menores y los otros seis, empleados de la agencia Reuters de noticias. El mundo quedó conmocionado.
Assange, un joven brillante de pelo completamente blanco, nacido en Australia hacía 39 años, genio en computación, periodista y militante por los derechos humanos, hasta entonces un total desconocido, pasó no solo a la fama sino a ser el enemigo número uno del imperio. Pocos meses antes de viralizar «Asesinato colateral», en julio de 2010, Assange había conseguido que los diarios con mayor tirada en el mundo publicaran en simultáneo el contenido explosivo de miles de documentos confidenciales del Departamento de Estado de EE.UU.
«Masiva filtración de archivos secretos expone la verdad sobre la guerra en Afganistán», tituló con letras catástrofe el periódico británico The Guardian. La noticia fue tan escandalosa que los diarios de la anglósfera le dedicaron, durante semanas, la tapa completa y varias páginas en su interior. Se trataba de la mayor filtración de la historia: más de 400.000 informes sobre Irak, 90.000 de Afganistán, 800 de la cárcel que el Pentágono tiene en Guantánamo y más de 250.000 cables enviados por las embajadas estadounidenses en el mundo (entre ellas la argentina) a su oficina central en Washington.
La estrategia comunicacional de Assange fue contundente. EE.UU no pudo negar los hechos, pero inmediatamente puso en marcha una demoledora maquinaria de persecución jurídica y diplomática –opuesta a todo derecho– que aún hoy sigue torturando al militante. A fines de 2010, un alto mando del Pentágono habló bajo condición de anonimato y confirmó que el video, el audio y los documentos filtrados eran auténticos. Días después Scotland Yard detuvo al periodista por pedido de la Justicia sueca acusado de delitos sexuales contra dos mujeres en Bruselas. Era la hora de la revancha y castigo ejemplar.
Desde hace trece años, en festivales, películas, libros, congresos, marchas y actos de protesta se pide por la libertad de Assange. Los reclamos globales para que se respeten sus derechos humanos fundamentales y sea juzgado con debido proceso no han cesado.
En mayo, el presidente de Brasil, Lula da Silva, aprovechó su asistencia a la coronación del rey británico Carlos III para pedir justicia. «Me parece una vergüenza que un periodista que reveló las trampas de un Estado contra otros esté condenado a morir en la cárcel y que nadie haga nada por su libertad», dijo en conferencia de prensa en Londres.
Desde el 11 de abril de 2019, Assange se encuentra aislado en una celda de Belmarsh, cárcel de máxima seguridad reservada para criminales peligrosos. Paradójicamente, los asesinos de civiles afganos inocentes están libres. Los que dieron la orden de disparar, también. Solo sufre encierro y vejaciones quien tuvo el coraje de denunciarlos y continúa con su pelea a favor de la libertad de expresión. Como el gran luchador que es, Assange también aprovechó los fastos de la monarquía para enviar un mensaje lleno de ironía: «En la coronación de mi señor, pensé que sería apropiado extenderle una cordial invitación para conmemorar esta trascendental ocasión visitando su propio reino dentro de un reino: la Prisión de Su Majestad Belmarsh», dice en su carta abierta a Carlos III. La cárcel, con 687 reclusos, consolida el récord del Reino Unido como la nación con la población carcelaria más grande de Europa occidental.
Belmarsh se ha convertido en una tumba en vida para Assange. «Cada día que pasa aumenta el riesgo para la salud y la vida de Julian, es un día de injusta privación de libertad para alguien que no está cumpliendo ninguna condena y que no tiene ninguna deuda con la Justicia. Un preso político en toda la extensión de la palabra», denunció Fidel Narváez, quien era cónsul de Ecuador cuando Assange estaba refugiado en esa sede diplomática en Londres. Y advierte: «No importa quién gobierna en EE.UU. El complejo industrial militar busca vengarse de Julian porque es quien más lo ha humillado al revelar sus crímenes de guerra».
Plan de asfixia
En 2012, Assange buscó refugio en la embajada de Ecuador por temor a ser extraditado a EE.UU. y ser condenado allí a la pena de muerte. Gracias al expresidente Rafael Correa, obtuvo asilo político y quedó relativamente a salvo hasta mayo de 2017 fecha en que asumió la presidencia ecuatoriana Lenin Moreno.
El plan de asfixia jurídica contra el periodista australiano estuvo bien planificado. La asunción de Moreno era la coyuntura perfecta para que el caso cambiara de carátula y Assange termina para siempre en la cárcel. Primero, ese mes de mayo, la justicia sueca abandonó la causa por abuso sexual. Suecia estaba tan floja de papeles que, aunque Assange era requerido simplemente para un interrogatorio, nunca aceptó en todos esos años enviar a alguien a Londres para que él declarara.
Segundo, caído el proceso por abuso sexual, Julian fue inmediatamente acusado por «espionaje» y por haber violado su arresto domiciliario en 2012. El abogado británico de Assange, Mark Stephens, dio pruebas de que «un gran jurado se había reunido en secreto en el distrito de Virginia, sede central de los servicios de seguridad e inteligencia estadounidense, para redactar acusaciones de espionaje contra él».
Tercero, Moreno retiró el asilo político y expuso al militante a una posible extradición a EE.UU. El 11 de abril de 2019, la policía británica violó la inmunidad de la embajada ecuatoriana y arrestó a Assange.
Las «irregularidades» jurídicas y presiones psicológicas a las fue sometido Julian en estos trece años son innumerables. La excanciller estadounidense Hillary Clinton propuso asesinarlo «¿No podemos sencillamente atacar con un dron a ese tipo?», reveló una fuente que estaba con ella cuando lo dijo. La CIA pinchó los teléfonos de la embajada ecuatoriana y espió a los abogados de la defensa. El FBI compró testigos falsos, como el islandés Sigurdur Ingi Thordarson. La jueza británica que llevó el proceso debía haberse excusado por estar vinculada a los servicios de seguridad británicos.
Todos estos hechos hubieran invalidado cualquier proceso judicial normal. Pero el caso de Assange, como los ejecutados en la plaza pública en la Edad Media, debe durar mucho tiempo para que llegue el mensaje a todos: quien se atreva a desafiar al imperio afrontará el escarmiento.