Mundo | UNA CRISIS CRÓNICA

El déjà vu peruano 

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Manuel Alfieri

Con la destitución de Dina Boluarte, el país suma seis presidentes que no culminaron su mandato. Fragmentación, inestabilidad y violencia. José Jerí, nuevo mandatario, frente al «que se vayan todos» de la calle.

Lima. Llegada de Jerí al Palacio de Gobierno, el 10 de octubre.

Foto: NA

Otro presidente –en este caso, presidenta– en Perú que dura poco: Dina Boluarte fue destituida por el Congreso dos años y diez meses después de haber asumido el cargo. Se convirtió así en la sexta persona consecutiva que sale eyectada del sillón presidencial sin culminar su mandato. Su reemplazante es José Jerí, un joven y polémico dirigente de la derecha que acumula denuncias por abuso sexual y corrupción, y que ya genera resistencia en la población. ¿Cuánto durará? ¿Logrará cumplir con el objetivo de sostenerse hasta las elecciones del año que viene? Nadie lo sabe. Por estos días –por estos años–, la inestable y turbulenta política peruana no admite vaticinios.

La caída de Boluarte se concretó el viernes pasado, cuando el Congreso aprobó de forma unánime una «moción de vacancia» por «incapacidad moral permanente». Los 122 legisladores presentes apoyaron la destitución de la ahora expresidenta por presuntos actos de corrupción, viajes oficiales irregulares e «intervenciones estéticas realizadas durante el ejercicio de sus funciones», entre otros argumentos que se leen en la web del Parlamento. Sí, una de las denuncias que pesan sobre Boluarte es la de haberse sometido a cirugías estéticas sin notificarlo formalmente ni delegar el poder a nadie, tal como lo exige la Constitución. Otra acusación: el uso de lujosos relojes Rolex que no aparecen en ninguna declaración jurada.

Escándalos mediáticos aparte, el asunto más relevante entre todos los esgrimidos durante la sesión parlamentaria fue la crisis de seguridad que atraviesa el país. En los últimos años, Perú registró un alarmante aumento de los homicidios y los secuestros extorsivos como consecuencia del crecimiento del poder narco. Poder que quedó en evidencia el miércoles pasado, cuando un grupo armado perpetró un ataque a tiros durante el recital de una famosa banda de cumbia en el Círculo Militar de Chorrillos, en Lima. La balacera en pleno show desató el pánico entre el público y dejó un saldo de cinco heridos. Las imágenes del violento episodio fueron transmitidas en cadena nacional y produjeron indignación popular. Hubo protestas. En las calles, en la televisión, en las redes; todo Perú hablaba de lo mismo. Boluarte fue apuntada como la principal responsable por la ola de inseguridad y delincuencia. Menos de 48 horas después estaba fuera de la Casa de Pizarro.

Afuera. Uno de los últimos actos de Boluarte, quien asumió el poder tras el desplazamiento de Pedro Castillo.

Foto: NA

Crónica de una caída
La mujer había llegado a la presidencia en diciembre de 2022, cuando en su carácter de vice reemplazó al también destituido Pedro Castillo, que lideraba el partido de izquierda Perú Libre. Apenas asumió, Boluarte –que de izquierda no tenía nada– armó un gabinete repleto de neoliberales y antiguos rivales de su compañero de fórmula, y ordenó una brutal represión contra los seguidores de Castillo que dejó un saldo de cincuenta muertos. Sin apoyo popular, se recostó en el fujimorismo y otros partidos de la extrema derecha, los mismos que la semana pasada decidieron soltarle la mano. Bastante duró para haber transitado estos casi tres años con una imagen negativa por las nubes –93% de desaprobación en su peor momento– y constantes movilizaciones en su contra.

Si bien su mandato terminó abruptamente, Boluarte puede colgarse una medalla: es la presidenta que más tiempo sobrevivió en el cargo en comparación con sus cinco antecesores. Le siguen Martín Vizcarra, con dos años y siete meses; Pedro Pablo Kuczynski, un año y ocho meses; Castillo, un año y cuatro meses; Francisco Sagasti, ocho meses; y Manuel Merino, cinco días. Los presidentes peruanos entran y salen de la casa de Gobierno como por una puerta giratoria: los mandatos son de cinco años, pero en promedio duran un año y tres meses. El último que finalizó su período como dicta la Constitución fue Ollanta Humala, entre 2011 y 2016.

Descontento. Manifestantes en la Plaza San Martín, el 20 de septiembre pasado, contra la corrupción y el aumento de la violencia.

Foto: Getty Images

Una sucesión con pronóstico reservado
El fierro caliente quedó ahora en manos de Jerí, quien llegó al cargo como titular del Congreso, es decir, primero en la línea de sucesión presidencial al no haber vice. Prometió «humildad y reconciliación», y afirmó que la inseguridad será la prioridad de su Gobierno. Anuncios o medidas concretas, ninguna. Sí hubo fotos: la primera, con los altos mandos militares y policiales; la segunda, «liderando» operativos contra el narcotráfico. Dice la prensa local que intenta mostrarse como un «Bukele peruano».

El nuevo presidente tiene 38 años y pertenece al derechista Somos Perú, uno de los partidos que hasta hace pocos días apoyaba a Boluarte. Fue prácticamente un desconocido para la población hasta enero de este año, cuando su nombre apareció en los medios por una denuncia de violación en su contra. También carga con demandas por enriquecimiento ilícito, abuso de poder y sobornos. Como legislador pasó más bien desapercibido. De hecho, llegó a la presidencia del Congreso en julio pasado porque ninguno de sus colegas quiso asumir esa responsabilidad tan cerca de las elecciones.

Su mandato al frente del Gobierno debería extenderse hasta julio de 2026, momento en el que debería entregarle la banda presidencial a quien resulte electo en los comicios del 12 de abril. Todo, claro, en potencial: Jerí no tiene respaldo popular ni legitimidad electoral y viene de comandar una institución –el Congreso– que produce especial rechazo en la población. Por ese motivo, algunos ya anticipan una muy corta estancia en el poder. «No se va a sostener una semana en el cargo porque serán las calles las que lo saquen», aseguró Jaime Quito, legislador de Bancada Socialista.

Este domingo ya hubo una primera movilización en contra de Jerí y se espera otra todavía más grande para el miércoles, con paro nacional incluido. La protesta es convocada por universitarios, transportistas e integrantes de la llamada «Generación Z», un grupo de jóvenes sin filiación partidaria que exige el nombramiento como presidente de una figura que «no sea parte de los partidos corruptos que sostuvieron a Boluarte».

Con un clima social tan caldeado, y si la derecha observa que el descontento se vuelve incontrolable, las denuncias judiciales contra Jerí podrían convertirse en la excusa perfecta para que el Congreso inicie una nueva moción de vacancia por incapacidad moral, figura constitucional vaporosa que puede activarse casi por cualquier motivo, según la coyuntura política y la relación de los distintos bloques parlamentarios con el presidente de turno. Para Jerí –o para quien lo suceda, en caso de que se cumplan los pronósticos más pesimistas– los seis meses que restan de aquí a las elecciones son toda una eternidad.

Una de las mayores dificultades para quienes ocuparon el sillón presidencial en los últimos años residió en el escenario de extrema fragmentación que domina hoy la política peruana y que se expresa en un Congreso ultraatomizado, en la enorme cantidad de candidatos que se presentan a cada elección y en la paupérrima intención de voto que cosecha cada uno de ellos. Para los comicios del año que viene, por ejemplo, hay inscriptos 50 precandidatos presidenciales de 43 partidos distintos. El 84% de la población dice no confiar en ninguno de ellos. Los mejores posicionados son Rafael López Aliaga, empresario ultraconservador y alcalde de Lima, y Keiko Fujimori, hija del fallecido dictador y denunciada por supuestos vínculos con el narcotráfico. Entre ambos no alcanzarían ni el 20% de los votos, según marcan las encuestas. En ese terreno se juega la democracia peruana actual: inexistencia de liderazgos fuertes, actores políticos minúsculos y desprestigiados, partidos sin peso ni identidad y constantes enfrentamientos entre el Poder Ejecutivo y el Congreso. A eso se suma la desconfianza, el hartazgo y el malestar de una sociedad agobiada por la inestabilidad política, pero también por la inseguridad y el empleo precario. «Que se vayan todos» es uno de los lemas que más se oye en cada manifestación. No sorprende, en ese contexto, que Perú se haya vuelto un país prácticamente ingobernable.

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