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El desafío del maestro

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Diego Pietrafesa

Mientras la derecha no se resigna a una derrota, Pedro Castillo capitalizó el descontento de las zonas rurales. La crisis social y la gobernabilidad, principales retos.

Protagonista. Con su sombrero y el lápiz que utilizó como eslogan de campaña, el líder de Perú Libre saluda a sus seguidores en un acto en Lima. (Luka Gonzales/AFP)

Lo único seguro del 28 de julio de 2021 es que Perú celebrará ese día el bicentenario de su independencia. En la jornada debiera asumir el próximo presidente electo tras el reciente balotaje, Pedro Castillo, pero se sabe que últimamente en el continente la voluntad popular va por un lado y los deseos del poder económico y mediático por otro. El problema no es el escaso margen de votos entre el ganador y Keiko Fujimori, unos 44.000 sufragios. Finalizado el conteo la ventaja es inapelable. Pero la cuestión es evitar que llegue a la primera magistratura un hombre al que las élites con sede en Lima ven como un discípulo de Fidel Castro, hermano de Hugo Chávez; la prensa hegemónica lo bautiza de «comunista» y «marxista leninista»; los mercados le temen por haber propuesto en su campaña un «Estado socialista». Y por eso los derrotados en las urnas desconocen el resultado, hablan de fraude y plantean apelaciones judiciales con desenlace incierto. Buscan obstruirle su paso hacia la Casa de Pizarro y sueñan con nuevas elecciones.
Castillo llegó al mundo hace 51 años en medio de un contraste significativo: nació en Cajamarca, sede de la mina de oro más grande del país y sin embargo uno de los distritos más pobres de la región. Otra señal: ese mismo 1969 se decretaba en Perú la reforma agraria, que terminaba con un sistema de explotación cuasi feudal de los trabajadores rurales.
Hijo de campesinos que no sabían leer ni escribir, estudió para profesor de primaria y luego fue el único de los nueve hermanos que pudo llegar a la universidad. De sus postales con guardapolvo blanco se ganó –con justicia– el apodo de «El maestro». Y fue en una huelga de docentes donde Castillo conoció la popularidad. En 2017 encabezó un sector disidente del sindicato tradicional y desde allí sostuvo un paro de tres meses que logró los aumentos salariales que se reclamaba a las autoridades. Así se inscribió en Perú Libre, una agrupación de izquierda, que lo haría candidato presidencial cuatro años después.
Había debutado en política en 2002 con una frustrada postulación como alcalde de Anguía, un distrito pequeño, por las filas de Perú Posible. Era el partido que hizo jefe de Estado a Alejandro Toledo (2001-2006), el mandatario que encandiló con un discurso progresista, viró luego al neoliberalismo y terminó detenido en Estados Unidos en 2019 acusado de corrupción.
Ninguno de los antecedentes de Castillo lo destacaban demasiado. Y sin embargo sus compatriotas vieron algo en él que los encuestadores no. Por empezar, alguien que no representaba los modelos clásicos para la carrera proselitista. Atendió sin descanso los rincones más despoblados del Perú, muchas veces a caballo, nunca sin su sombrero blanco de copa. Sabía que allí estaban los suyos, los que al momento del recuento le darían la razón: en las zonas más desfavorecidas consiguió guarismos por encima del 70% mientras en la capital del país no superó el 5%. «No necesito disfrazarme de paisano para llevar una propuesta a mis hermanos, soy obrero, soy campesino y soy maestro a mucha honra», decía, mientras proclamaba «no más pobres en un país rico».

Panorama complejo
El contexto social no es auspicioso. Después de dos décadas de crecimiento macroeconómico (para beneficio de los grandes grupos concentrados y con escaso derrame hacia los sectores populares) la economía se contrajo un 12% el último año. Hubo tres millones de nuevos pobres, desapareció un 25% de la clase media y los ingresos descendieron drásticamente en un mercado laboral donde 7 de cada 10 trabajadores están en la informalidad. El COVID-19 avanzó a paso devastador y ante la desatención inicial del Estado: luego de un blanqueo de cifras en mayo, hoy Perú registra más de 180.000 muertes, la peor tasa de mortalidad por habitante del mundo.
El programa de administración de Castillo incluye la nacionalización de empresas mineras, petroleras, gasíferas y la regulación de los medios de comunicación. Propone triplicar el presupuesto educativo y convocar a 5.000 docentes para terminar con el analfabetismo. Dice que revisará el actual sistema privado de jubilaciones y que impulsará una reforma constitucional para terminar con la vigente, redactada a la medida del expresidente Alberto Fujimori en 1993. En la campaña hacia la presidencia, se manifiestó en contra de la igualdad de género y el matrimonio entre personas del mismo sexo. También se opone al derecho de las mujeres a abortar, pero concede que no intervendrá sobre lo que el Congreso decida al respecto.
El presidente que eligieron los peruanos asusta al establishment. No pudieron frenarlo con el fantasma del comunismo ni con vincular al candidato con el grupo terrorista Sendero Luminoso. Tampoco funcionaron los discursos de «la nueva Venezuela». El temor a perder los privilegios o a ceder siquiera un poco de sus ganancias los tiene en vilo, más cómodos como estaban con Keiko Fujimori. Castillo no tiene peso parlamentario decisivo como para defenderse de sus adversarios, lo desfavorece un electorado partido por la mitad. Sus enemigos ya jugaron sus cartas incluso antes de la investidura presidencial. Si empiezan así, es sencillo imaginar lo que vendrá.

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