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El enigma Starmer

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Manuel Alfieri

Tras 14 años, el laborismo regresó al poder con un primer ministro de perfil diferente al de sus antecesores. Migración, crisis económica y política exterior, temas cruciales en debate.

Discurso. Starmer habla ante sus seguidores en Downing Street, Londres, el 5 de julio.

Foto: Getty Images

Sobrio, hermético, cultor del bajo perfil, extremadamente serio y tranquilo para algunos, y totalmente falto de carisma y aburrido para otros. Brillante abogado y primer universitario dentro de una humilde familia de la working class británica. Partidario de una política social distributiva, pero apegado a la disciplina fiscal. Antiguo simpatizante del trotskismo, hoy corrido hacia el centro y cercano a Israel. Acusado de tibio por propios y de izquierdista por ajenos. Con 61 años, Keir Starmer, el nuevo primer ministro del Reino Unido, es para muchos un enigma indescifrable, un hombre al que no se puede encasillar bajo ninguna etiqueta, pero que, al fin y al cabo, logró algo que hasta hace poco parecía inimaginable: poner nuevamente al Partido Laborista en el 10 de Downing Street después de 14 años de hegemonía conservadora.

El triunfo de Starmer en las elecciones del pasado 4 de julio –en las que se impuso ante la extrema derecha de Nigel Farage y los conservadores del saliente primer ministro Rishi Sunak– no solo permitió que el laborismo retornara al poder, sino que además lo hiciera con gran músculo político. Aunque el caudal de votos no fue inmenso, las peculiaridades del sistema electoral británico le dieron a Starmer y los suyos más de 400 legisladores, un número que les brinda la tranquilidad –y la responsabilidad, también– de la mayoría absoluta en la Cámara de los Comunes.

La victoria laborista se explica por la sucesión de pésimas gestiones conservadoras desde 2010 en adelante. En la memoria de los votantes todavía están presentes las fiestas en plena pandemia de Boris Johnson, los tan breves como caóticos 49 días de mandato de la libertaria Liz Truss y el acelerado deterioro de la situación económica y social que se produjo durante el gobierno de Sunak. Salvo por el espejismo financiero y turístico de Londres y alrededores, en el resto del país los británicos experimentan un progresivo empeoramiento de sus condiciones de vida. La combinación de neoliberalismo y desidia estatal provocó un significativo aumento de la desigualdad y la pobreza, inflación, salarios estancados, constantes conflictos gremiales y servicios públicos que funcionan cada vez peor con tarifas cada vez más altas. Cualquier parecido con la realidad argentina no es pura coincidencia.

Palacio de Buckingham. El rey Carlos III recibe al nuevo primer ministro.

Foto: Getty Images

Cambio de imagen
En ese marco es que emerge la figura de Starmer, quien durante la campaña hizo todo lo posible para diferenciarse de sus antecesores. Ante la excentricidad de Johnson, el desquicio de Truss y la ostentación del multimillonario Sunak, el laborista se plantó como sinónimo de seriedad, austeridad y estabilidad. Siempre renegó de los privilegios y, aunque se ganó el título de «Sir» por su trabajo como jefe del Ministerio Público, prefiere no usarlo. Lejano al show político y sumamente reservado, lo poco que se sabe de su vida privada es que está casado con una abogada, tiene dos hijos adolescentes y una platea en el Emirates Stadium, donde fin de semana por medio ve al equipo de toda su vida, el Arsenal. «A la mayoría de los políticos que conozco nada les gusta más que hablar de sí mismos. A él no», cuenta Tom Baldwin, autor de Keir Starmer: The Biography, libro que decidió titular de esa manera porque no encontró ningún adjetivo preciso para sintetizar la personalidad del ahora primer ministro. Todo un dato.

Starmer es líder del laborismo desde 2020, cuando desplazó al histórico Jeremy Corbyn, finalmente expulsado del partido este año. El cambio de liderazgo le imprimió a la formación una impronta totalmente diferente: de posiciones nítidamente progresistas viró hacia posturas más conservadoras. No en todos los temas, pero sí en lo que refiere específicamente a seguridad, inmigración y política exterior. Es sobre este último punto que la mirada de Starmer generó un importante revuelo interno cuando se pronunció contra un alto al fuego para frenar la ofensiva que Israel está emprendiendo en la Franja de Gaza, donde ya se contabilizan más de 35.000 muertos, de los cuales el 60% son mujeres y niños. También se negó a hablar de crímenes de guerra. «Si bien comprendo que se desee un cese al fuego, en este momento pienso que no es la posición correcta. Hamas se vería envalentonado y comenzará a prepararse para futuros hechos de violencia», explicó el líder laborista en noviembre del año pasado en una reunión de la ONG Chatam House. Starmer, además, forma parte de Labour Friends of Israel, organización que integran también muchos miembros de su flamante gabinete.

La postura del nuevo premier en relación a este tema no es nueva. No se trata de un posicionamiento coyuntural ni de una jugada de campaña para captar votos en la pecera de la derecha: quienes lo conocieron cuando daba sus primeros pasos como diputado por el distrito Holborn y St Pancras cuentan que siempre tuvo una posición cercana a Israel. Los legisladores británicos mantienen un fluido contacto con los votantes del territorio que representan y organizan reuniones cada dos semanas para hablar sobre las principales preocupaciones de los vecinos. En esos encuentros, no fueron pocas las ocasiones en las que Starmer fue cuestionado por sus posturas respecto del conflicto palestino-israelí, un tema sensible para la política británica en general y para el laborismo en particular. Sobre todo, si se tiene en cuenta que durante la era Corbyn la posición del partido fue de total solidaridad con la causa palestina. Además del conflicto en Gaza, las miradas entre Corbyn y el actual líder también diferían en lo que respecta al Brexit y la guerra en Ucrania: de hecho, el veterano Jeremy quería abandonar la Unión Europea y se mostraba cercano a Rusia; Starmer, todo lo contrario.

¿Comparaciones odiosas?
Más allá de esos debates, el programa de gobierno del nuevo premier mantiene propuestas de carácter progresista. Starmer se comprometió a disminuir las exenciones y beneficios impositivos de los sectores más ricos para mejorar los servicios de salud y educación públicas. Además, pretende nacionalizar el sistema ferroviario, privatizado durante los oscuros años de Margaret Thatcher. «Acá se hizo la vista gorda mientras millones de personas se hundían en una creciente inseguridad. Enfermeros, trabajadores, albañiles no van a ser ignorados por este Gobierno», anunció en su primer discurso desde Downing Street, en el que mantuvo la línea de dirigente cercano al ciudadano de a pie que viene sosteniendo ya desde sus años como abogado, cuando defendía a mineros, activistas y prostitutas del burdel que funcionaba pegado a su departamento. Por entonces, y más aún cuando asumió como jefe de fiscales, la prensa lo acusaba de «izquierdista».

Todo, sin embargo, depende desde donde se lo mire. Mientras los medios sacan a relucir su pasado marxista para atacarlo, el ala izquierda del laborismo sostiene que el programa de gobierno de Starmer se queda corto. Argumentan que se trata de un plan demasiado moderado para las necesidades y dificultades que enfrenta hoy la población británica. Muchos se preguntan por qué dio de baja la promesa de acceso gratuito a la universidad y la idea de crear una gran empresa estatal de energía limpia, dando paso a planteos conservadores, como la creación de más policía y leyes antiterroristas para hacer frente a la crisis migratoria. Starmer se defendió recordando que la situación económica del país es calamitosa y que, por ese motivo, prefiere hacer propuestas «que podamos cumplir», ya que «no es justo fingir que podemos hacerlo todo». Antiguo editor de una revista trotskista en los años 80, el primer ministro podría firmar al pie eso que dijo José «Pepe» Mujica: «De joven quería cambiar al mundo. Ahora me conformo con cambiar la vereda de mi casa». Es por todo esto que muchos emparentan a Starmer con Tony Blair, creador del «nuevo laborismo» en los 90, reforma que corrió al partido decididamente hacia la derecha. No por nada Thatcher dijo alguna vez, y con una buena dosis de maldad, que su «mayor logro» no habían sido las privatizaciones ni la victoria en Malvinas, sino la aparición de Blair. Es decir, que el cambio cultural e ideológico producido durante su gobierno había posibilitado que los laboristas –y no solamente los conservadores– también impulsaran políticas neoliberales. Estará en manos de Starmer demostrar qué tan odiosas –o no– son las comparaciones.

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