24 de abril de 2013
A los funerales de Hugo Chávez fueron tal vez millones de personas. Los gritos «Chávez vive, la lucha sigue» retumbaban en la sala del Colegio Militar donde era velado el líder de la revolución bolivariana. Viendo la multitud y sabiendo que en 30 días habría elecciones, uno podía imaginar un triunfo contundente de cualquiera que tomara la posta. A pesar de los numerosos problemas la revolución parecía sólida y con gran apoyo popular. Pero no fue así.
Es posible pensar que nadie estaba preparado para sucederlo, y menos para aprender a ser candidato a la presidencia en los 10 días que duró la campaña. Si bien es una obviedad decir que nadie puede reemplazar a un líder como Hugo Chávez, no es menos cierto pensar que la identificación con Chávez no podía mutar inmediatamente hacia quien lo sucediera, fuera quien fuese. La oposición de derecha fue muy hábil al resaltar desde un primer momento que Nicolás Maduro no era Chávez, e incluso –en un juego perverso– reconocer en Chávez ciertas virtudes (que al menos era divertido) para contraponerlo a Maduro y denostar a este último. Lo hubieran hecho con cualquiera. Henrique Capriles demostró que su experiencia como candidato a gobernador en varias oportunidades y la contienda de octubre pasado lo habían fortalecido.
Maduro ni tuvo tiempo para sacarse el traje de canciller y ponerse el de candidato a presidente. Seguramente se preguntó si le convenía «imitar» el estilo tan popular de Chávez o buscar un perfil propio, sin tener tiempo para encontrarlo. Los medios de comunicación opositores fueron hábilmente feroces y no le perdonaron nada. Sabían que su fortaleza (haber sido designado por Chávez) era también su debilidad. Sin embargo ganó; por poco, pero ganó. Al votar dijo: «Nunca pensé que iba a estar aquí, pero estoy». Ahora tendrá que demostrar que puede ser presidente, con el fantasma de Chávez y los votos opositores respirándole en la nuca. No será fácil.