23 de junio de 2022
Un fallo repudiado en todo el mundo ordenó la extradición fundador de Wikileaks a EE.UU., donde será juzgado por espionaje. Un periodista contra el poder.
Londres. Assange es trasladado por un vehículo penitenciario en mayo de 2019, tras ser condenado a prisión por la Justicia británica por haber violado su libertad condicional.
AFP/DACHARY
Cuando en 2006 Julian Assange fundó Wikileaks, el sueño utópico de internet ya comenzaba a resquebrajarse. Dieciséis años después se aprueba su extradición y de aquel sueño solo quedan ruinas. Quienes leíamos sus entrevistas, algunos de sus libros o mirábamos sus programas en los primeros años de Wikileaks, quedábamos algo perplejos por el nivel de podredumbre que Assange veía en el sistema. Por entonces parecía un Quijote valiente que enfrentaba a gigantes como el Gobierno de los Estados Unidos y las grandes corporaciones tecnológicas, pero no terminaba de quedar claro cuánto era producto de su imaginación. Él insistía, por entonces bastante solitario, en que «el nuevo gran juego no es la guerra por los oleoductos. Es la guerra por los caños de internet: el control sobre los recorridos de los cables de fibra óptica que se distribuyen por el lecho marino y la tierra. El nuevo tesoro global es el control sobre el enorme flujo de datos que conectan continentes y civilizaciones linkeando la comunicación de miles de millones de personas y organizaciones».
Parecía una exageración, una mirada conspiranoica del mundo descripta por un personaje dado a los extremos. Así lo describe su socio de los primeros años, Daniel Domscheit-Berg en Inside Wikileaks, de 2011. La admiración profunda que Domscheit-Berg sentía por Assange no le alcanzó para tolerar indefinidamente sus cambios de humor y sus patriadas casi suicidas. De ese libro queda claro que alguien «normal» no podría haber sobrevivido lo que él enfrentó.
Así fue que muchos leíamos con una mezcla de admiración y desconfianza lo que solo Assange se atrevía a decir. Su libro Cuando Google se encontró con Wikileaks describe una reunión que tuvo nada menos que con Eric Shmidt, por entonces presidente de Google; allí no tiene empacho en contar qué le dijeron y hacer foco en los tenebrosos vínculos que la corporación estaba tejiendo con el aparato de Defensa de los EE.UU. Interesante, pero, una vez más: ¿no era un poco exagerado?
De lo que no quedaba duda era de lo incómodo que resultaba Wikileaks para el poder. Filtración a filtración, se mostraba la hipocresía de poderes que utilizaban los derechos humanos o la supuesta amenaza global de un régimen para atacar y violar los mismos derechos que decía defender sin ningún tipo de prurito. Videos como «Collateral damage» mostraban negro sobre blanco el nivel de cinismo con que se manejaba la potencia global. Era una pequeña muestra de lo que publicaba Wikileaks, que simplemente organizaba y editaba la información que le enviaban filtradores de todo el mundo. No importaba que el sitio de noticias también mostrara la cara oscura de los rivales, revelando que al final no eran tan distintos. Para los Estados Unidos no alcanzaba la ecuanimidad de Assange para describir el poder global: se transformó en un enemigo y comenzó a perseguirlo.
En 2010 se inició una persecución que claramente tenía como objetivo silenciar a Assange, pero sobre todo, dar un ejemplo global sobre lo que ocurre a quienes exponen el poder de esa manera brutal y descarnada. En 2012 Assange consiguió asilo en la embajada ecuatoriana en Londres. Lo que parecía una forma de ganar tiempo se transformó en una prisión durante siete años y eso lo deterioró anímica y psicológicamente.
Snowden y Cambridge Analytica
Aun así, los fragmentos que se filtraban a través de Wikileaks necesitaban una narrativa más englobadora que impidiera el conocido argumento de que se trataba de un exceso aislado o un error de interpretación por falta de contexto. Todo cambió definitivamente cuando en 2013 Edward Snowden, el exespía de la National Security Agency de los Estados Unidos, decidió hablar públicamente acerca de la vigilancia permanente que se llevaba a cabo sobre la población global a través de dispositivos móviles y aplicaciones. Era lo que decía Assange, pero ahora detallado en mecanismos, aplicaciones, acuerdos, programas. Incluso presidentes de todo el mundo, aliados y rivales, eran espiados por esta extensa red digital que ya no podría ser vista nuevamente como un recurso neutro para distribuir el conocimiento y el poder. No eran excepciones: era un sistema funcionando a toda máquina.
Por si las revelaciones de Snowden no resultaban suficientes para comprender el poder de los datos y su procesamiento, en 2016 llegó el escándalo de Cambridge Analytica, una empresa que tomó información de Facebook sobre millones de ciudadanos estadounidenses para microsegmentar una campaña política que hacía blanco no ya en clases sociales o barrios, sino en perfiles individualizados con un nivel de especificidad que no se había visto nunca en la historia. La caja de Pandora se había abierto y las mismas herramientas usadas para vender productos y monitorear a la población expandían grietas y daban vuelta elecciones gracias a empresas que ofrecían el servicio en el mercado.
Castigo ejemplar
En 2019, expulsado de la embajada ecuatoriana en Londres, Assange fue llevado a una prisión donde sintió de manera directa el rigor que sufren quienes desafían al poder. Ahora, el 17 de junio, en un fallo vergonzante, en una muestra de sometimiento a los deseos de venganza de los Estados Unidos, sin tener en cuenta la importancia de proteger a los periodistas de todo el mundo para que puedan hacer su trabajo, la Justicia británica accedió a extraditarlo para que sea juzgado por 18 cargos por espionaje. Quienes él denunció (asesinos, corruptos, espías, empresario y demás) caminan libremente como si no hubieran hecho nada. Pocas veces en la historia el poder se manifestó de manera tan grosera e impúdica.
Assange no solo merece el respeto del periodista que no se asusta frente al poder, sino también el que genera quien ve las cosas antes que los demás. Julian Assange debe ser admirado, cuidado y respetado: él vio lo que pocos aún vislumbraban y lo describió de una manera descarnada que probó ser cierta pocos años después, aunque costara creerlo. Por eso también, el poder denunciado quiere castigarlo y evitar que otros lo imiten.