Mundo | ESTALLIDO SOCIAL EN FRANCIA

El país de la furia

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Ricardo Gotta

El crimen de un joven de origen argelino desató masivas protestas y el Gobierno respondió con represión. La ira de los suburbios frente al racismo y el gatillo fácil.

Nanterre. Manifestantes frente a la policía, en una de las masivas marchas en memoria de Nahel, brutalmente asesinado el 27 de junio.

Foto: Getty Images

«Es el neoliberalismo, estúpido», podría exclamar cualquier francés, parafraseando a Bill Clinton. Debe enfrentarse brutalmente la contradicción esencial de la ideología hegemónica, pletórica de pobreza y marginalidad, precarización en aumento, desempleo y, como consecuencia directa de un discurso reaccionario, racismo creciente, discriminación, autoritarismo generalizado y el corolario fatal: mano dura, gatillo fácil, las muertes menos comprensibles y justificadas de toda muerte. 
Una muerte como la de Nahel, un chico de 17 años acribillado por un policía en un suburbio de París. Una muerte como las 13 que ocurrieron en la sexta potencia mundial durante 2022, solo en controles de tránsito. En un país que se parte en dos, que se intenta explicar desde las matemáticas: de 68 millones de habitantes, votaron unos 37 en las últimas presidenciales, hace apenas 14 meses. Entre la centroderecha de Emmanuel Macron (27,8%) y la ultra de Marine Le Pen (23,1%) agruparon a la mitad ante un progresismo que apenas superó una cuarta parte, liderado por la Francia Insumisa de Jean-Luc Mélenchon (22%), quien mejoró unos escasos puntos en las legislativas, unos meses después.
El país que rememora Les Jacqueries, revueltas de campesinos durante la Edad Media, replicadas en el Antiguo Régimen y la Revolución francesa. O las mucho más recientes, las de los Chalecos Amarillos contra el aumento en combustibles e impuestos y pérdida del poder adquisitivo: veintena de sábados consecutivos desde el 17 de noviembre de 2018, con Macron ya en el Gobierno y millones en plazas, avenidas y rutas.
El país que mantiene fresca la lucha en la que unos 2,8 millones salieron a la calle a principios de este 2023 y, a quienes, a pesar de ello, Macron les impuso con brazo de acero la reforma previsional absolutamente regresiva que había prometido en la campaña que lo llevó al Palacio del Elíseo en 2017, luego replicada en 2022 cuando obtuvo la reelección. La porfía fue vital. El verano europeo llegó con una paz social simulada, los «100 días» que se dio el presidente para «retomar la agenda». Lo llamó «reiniciar la presidencia».
Pero llegó el disparo de ese asesino vestido de policía.

Calles calientes
La llaman la ira de los suburbios. Parte de esa sociedad se indigna porque arde un contenedor, y otro vasto sector rechaza el asesinato de un joven por su color de piel. Unos se consideran franceses puros y desprecian a quienes estiman ciudadanos de segunda. Sociólogo de la Universidad de París, Éric Fassin dice: «Todos los adolescentes de esos barrios tienen recuerdos de altercados violentos con la policía. Allí la pobreza y la inseguridad son realidades concretas. Por eso este enfado es político».
Lo fue en 2005, con Jacques Chirac como presidente: dos pibes musulmanes escapaban de la policía en Clichy-sous-Bois y murieron electrocutados al entreverarse en una usina: durante tres semanas las calles se abarrotaron de manifestantes, a quienes el ministro del Interior de entonces llamó «escoria». El tipo se llamaba Nicolas Sarkozy y a los dos años fue electo presidente en una campaña irregular por la que fue condenado en 2018: poco antes, en otro suburbio de París, Seine Saint-Denis, una brutal paliza policial dejaba en coma al afrodescendiente Théodore Luhaka. Otra vez las calles se poblaron de «escorias».
Aunque los migrantes, también en Francia, no pretendan cambiar la sociedad sino simplemente integrarse. Un informe de Rights Defenders admite que la cantidad de jóvenes negros o árabes detenidos es al menos 20 veces mayor que la de sus pares blancos. Y que el trato siempre es más bestial.
El martes 25, un balazo truncó la vida de Nahel. Horas después, París, Lyon, Toulouse, Grenoble y Marsella se bañaron de irritación: al día siguiente fueron más de 20 ciudades, con miles de autos, casas y edificaciones incendiados, aunque esa noche, el presidente igual se dio el gusto de ir al recital de Elton John en el Accor Arena de París. Se lo filmó bailando.
Poco después dejó de sonreír. Cada noche se intensificaron los choques. Durante la madrugada del sábado, el ministro del Interior Gérald Darmanin informó que solo el viernes se registraron 1.311 detenciones, la mayoría adolescentes que saben que lo que le pasó a Nahel les cabría a cualquiera de ellos.
El presidente perdió definitivamente el humor: ordenó el refuerzo en las ciudades más rebeldes con 45.000 efectivos, pese a las urgentes advertencias de Amnistía Internacional o el Consejo de Europa respecto de la actitud policial. Su canciller, Catherine Colonna, de origen corso, no hizo gala de atributos diplomáticos: «El uso de la fuerza se rige por principios de absoluta necesidad y proporcionalidad». Mélenchon replicó desde la vereda de enfrente: «Los perros guardianes nos ordenan llamar a la calma. Nosotros pedimos justicia».
Durante el fin de semana, las protestas se extendieron a Bélgica y Suiza. Macron pidió que TikTok y Snapchat retiren el «contenido más sensible» como modo de mitigar las protestas. Evaluó la posibilidad de un toque de queda o la declaración del estado de emergencia, como en noviembre de 2015, cuando París fue sacudida por los atentados yihadistas. No ocurrió. Al menos por ahora.
El presidente dejó de asistir a recitales. También a la cumbre del Consejo Europeo en Bruselas (viernes) y a una visita protocolar a Alemania (domingo). Recibió a la liga de alcaldes, después de que un auto incendiado se estrellara contra la casa de uno de ellos. Varios son parte de esa derecha que, abroquelada, defiende incluso con colectas al agente homicida, mientras pequeños grupos fascistas, al grito de «Francia para los franceses», con saludos nazis, saltan a la calle con bates de béisbol.
Lo último que falta: el peligro latente de una incipiente guerra civil.
Mientras, clamaba Nadia, la abuela de Nahel: «A la gente que está rompiendo cosas les pido que paren». Un cable de AFP reflejó la reflexión de un vecino de Bois de Bologne, David Lizón Rebaur: «Es una pena que además siempre queman sus propios barrios, que son los más pobres. Ellos son las primeras víctimas».
Algún cálculo mide que las pérdidas ya ascienden a mil millones de euros.

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