Mundo | JULIAN ASSANGE

Enemigo público

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Manuel Alfieri

Un tribunal británico habilitó la extradición del fundador de WikiLeaks a Estados Unidos por la difusión de miles de documentos secretos. Efectos de una persecución.

Londres. Movilización de activistas para rechazar la medida judicial que agrava la situación del periodista australiano, en diciembre.

HALLE’N/AFP/DACHARY

A más de diez años de la primera filtración de documentos secretos, la persecución contra Julian Assange parece no tener fin. Recluido en una cárcel en Londres y con un cada vez más precario estado de salud, el fundador de WikiLeaks sufrió un nuevo revés judicial que abrió peligrosamente la puerta a su extradición a Estados Unidos, donde le espera una casi segura condena a 175 años de prisión o la pena de muerte.
La situación legal de Assange se agravó, paradójicamente, el 10 de diciembre pasado, mientras se celebraba el Día Internacional de los Derechos Humanos. Esa misma jornada, el Tribunal de Apelación de Londres aceptó un recurso presentado por la Casa Blanca para que el periodista e informático de 50 años sea enviado a territorio estadounidense y juzgado por 18 delitos de espionaje. Según argumentaron los jueces, la decisión fue tomada después de que los abogados de EE.UU. presentaran un «paquete de garantías» para proteger la integridad física y mental de Assange en una eventual extradición: nada de torturas o prisiones de máxima seguridad, asistencia médica y psicológica constante, y la posibilidad de que la pena se haga efectiva en Australia, su país de origen.
Las promesas estadounidenses fueron inmediatamente calificadas por Amnistía Internacional como «intrínsecamente poco fiables». Diversos analistas consideraron que, en un país en el que todavía sigue vigente la pena de muerte y que mantiene abiertos verdaderos centros de detención y tortura como Guantánamo, sería realmente sorpresivo que Assange fuese tratado como un delincuente común. Más aún si se tiene en cuenta que se trata del responsable de la filtración más grande de la historia estadounidense: publicó 700.000 documentos militares y diplomáticos secretos sobre violaciones a los derechos humanos, crímenes de guerra, asesinatos de civiles, vejaciones a niños y niñas, secuestros, extorsiones y operativos encubiertos perpetrados por EE.UU. durante las invasiones a Afganistán e Irak».
Sin embargo, para que la extradición se haga efectiva todavía falta mucho. El equipo de abogados de Assange apeló la decisión de la Justicia, por lo que el caso seguiría su derrotero con dos estaciones por delante: primero, el Tribunal Supremo británico; luego, la Corte Europea de Derechos Humanos. Parecen pocas instancias, pero si los tiempos judiciales son lentos como lo son habitualmente, podrían pasar meses o años hasta que la causa llegue a una definición.
Assange continuará su calvario en la prisión de máxima seguridad de Belmarsh. Allí llegó en abril de 2019, después de que el presidente de Ecuador, Lenín Moreno, lo echara de la embajada que el país latinoamericano tiene en Londres para congraciarse con la Casa Blanca. El australiano pasó siete años en esa sede diplomática, donde logró sortear temporalmente la cacería estadounidense gracias al cobijo del expresidente Rafael Correa.

Caso paradigmático
En la actualidad, Assange padece las consecuencias de más de diez años de hostigamiento y encierro. En Belmarsh, donde es sometido a constantes torturas psicológicas, perdió 15 kilos y sufrió un ACV que le provocó daños neurológicos. Hace poco, su mujer y abogada, Stella Moris, alertó sobre la profunda depresión que atraviesa y aseguró que una eventual extradición lo conduciría al suicidio. De hecho, a principios de 2021, un tribunal británico de primera instancia había rechazado la posibilidad de que fuese enviado a EE.UU. en virtud de su preocupante estado de salud mental. Dos años antes, un grupo de 60 médicos de distintos países había advertido que tiene un cuadro grave de estrés y ansiedad, «típico de personas sometidas a un aislamiento prolongado y a decisiones arbitrarias».
El caso Assange se convirtió en una causa paradigmática para los defensores de la libertad de expresión y de prensa. Periodistas, organismos de derechos humanos y dirigentes políticos de muy diversas tracciones ideológicas coinciden en que su persecución simboliza una guerra de las potencias y las corporaciones contra el periodismo de investigación. El reconocido jurista español Baltasar Garzón –uno de los abogados de Assange– sostiene que si el creador de WikiLeaks es finalmente entregado a EE.UU. «la prensa mundial quedaría en una situación alarmante, pudiendo ser procesada por la Justicia estadounidense, sin defensa factible, a su entera voluntad, siempre que considere que una publicación ha afectado a sus poderosas instituciones». El pecado de Assange fue divulgar información que no solo muestra el doble estándar de EE.UU. en materia de derechos humanos, sino que además horada la cada vez más desgastada credibilidad del «país de la libertad» ante los ojos del mundo. De allí el persistente acoso que, como señala Pedro Brieger, tiene un fin aleccionador. «El objetivo es evitar que alguien intente hacer lo mismo, que cualquier persona se atreva a divulgar documentos secretos del Departamento de Estado y las grandes corporaciones», aseguró el periodista en una entrevista publicada en este medio.
Ese es el mensaje que enviaron los tres presidentes que pasaron por la Casa Blanca desde que Assange se convirtió en el célebre enemigo público de EE.UU.: que nadie se atreva a seguir su camino. Y el que se arriesgue a hacerlo, ya sabe cuáles serán las consecuencias.

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