5 de agosto de 2025
Con falsedades propias de la vieja política, el presidente estadounidense intenta despegarse de los archivos del millonario fallecido, acusado de tráfico sexual de menores. La sombra de la impunidad.

Relaciones peligrosas. Un encuentro entre Epstein y el republicano en la finca Mar-a-Lago, Florida, en 1997.
Foto: Getty Images
Donald Trump prueba de su propia medicina. El presidente de los Estados Unidos, máximo divulgador de teorías conspirativas y noticias falsas, que supo construir su carrera política presentándose como el «antisistema» que venía a barrer con la mugre de «la casta» fue descubierto ocultando información, mintiendo y entorpeciendo una investigación como cualquier hijo de vecino.
Peor aún, intenta despegarse de uno de los escándalos más impactantes en los alrededores de la Casa Blanca: el caso de Jeffrey Epstein, el millonario que enfrentaba múltiples acusaciones por delitos de tráfico y abuso sexual de menores que tenián como principal escenario una isla privada en el Caribe donde, se dice, algunos de los hombres más poderosos del planeta abusaban de niñas de entre 14 y 16 años.
Epstein se «suicidó» en 2019 cuando estaba a punto de ir a juicio y acaso revelar quiénes eran sus «clientes», es decir, sus cómplices. Esa muerte (extraña por darse en una prisión de máxima seguridad y justo cuando las cámaras sufrieron un breve corte en la grabación) generó dudas hasta de los propios seguidores de Trump. De ese proceso trunco en Tribunales, con material probatorio nunca revelado, surgió el rumor de la llamada «lista de Epstein». Los nombres de los supuestos involucrados encendieron el prime time en las noticias: el expresidente norteamericano Bill Clinton, el príncipe Andrés de Inglaterra, el mago David Copperfield, Michael Jackson y hasta el científico Stephen Hawking. Y Donald Trump, claro, de estrecha amistad (luego relativizada) con el traficante de menores.
Desde el Salón Oval el presidente cumplió todos los pasos del llamado «control de daños». Ante la evidencia de su relación con Epstein, pasó de considerarlo «un tipo estupendo, al que conozco desde hace 15 años» (2002) a, en boca de su director de Comunicaciones, calificarlo de «pervertido» (2025). Y eso que hay un enorme caudal de registro fotográfico que avala el vínculo y hasta constancia de vuelos de Trump en el avión privado de Epstein llamado, no casualmente, «Lolita».

Washington. Conferencia de prensa de la fiscal general Pam Bondi junto a Trump, en junio.
Foto: Getty Images
Redoblar la apuesta
Como al asumir su segundo turno como jefe de Estado los cuestionamientos sobre el caso le seguían haciendo sombra, Trump redobló la apuesta, impostó un celo moral y de limpieza política e intentó inclinar la balanza a su favor. En febrero de este año Pam Bondi, secretaria de Justicia, amenazó con un terremoto en la investigación. Le preguntaron, otra vez, sobre la famosa lista de Epstein y respondió: «Está en mi escritorio para revisar». O sea, había un papel. Bondi fue más lejos y prometió, días después, difundir «mucha información» sobre el asunto y hasta citó a los más famosos usuarios de las redes sociales republicanas para salir juntos a la caza de «la casta». Fue una decepción: lo que presentó eran contenidos ya conocidos, fácilmente sacados de Google.
En abril le preguntaron a Trump cuándo se publicarían los archivos de Epstein. «El 100% de los documentos están siendo entregados», respondió. Y sin embargo nada de eso vio la luz. El titular del FBI, Kash Patel, dijo después que «les daremos todo lo que podamos, pero no vamos a revictimizar a las mujeres (denunciantes)». A principios de julio el Departamento de Estado emitió un comunicado, sin firma, en donde da por cerrado el misterio afirmando que Epstein sí se suicidó y que no existía tal lista.
Una pista parece explicar el súbito freno al (supuesto) ánimo del presidente para buscar la verdad. La dio su examigo (nuevo enemigo), Elon Musk. El dueño de la red social X escribió que el presidente «está en los archivos Epstein, esa es la verdadera razón de que no los hubiera publicado». Acaso arrepentido, el hombre más rico del mundo borró luego el posteo.
Dos semanas después del documento oficial el Wall Street Journal confirmó que en mayo Bondi le dijo a Trump que en los archivos sí figuraba su nombre. Y el de otras altas personalidades también. «Esto no es más que una continuación de las noticias falsas inventadas por los demócratas y los medios liberales», refutó el portavoz del presidente. El mismo medio había aportado días antes una señal sugerente: una carta de salutación de Trump a Epstein para su cumpleaños de 50, en 2003, cuando aún no se conocían los abusos. La misiva tenía la forma de un cuerpo de mujer y contenía un diálogo imaginario entre ellos:
Trump: «Tenemos ciertas cosas en común, Jeffrey».
Epstein: «Sí, ahora que lo pienso».
Trump: «Los enigmas nunca envejecen, ¿lo has notado?».
El trazo de la firma del luego presidente estaba garabateado como si fuera vello púbico en el contorno del cuerpo. «Es mentira, yo no sé dibujar», rechazó Trump e inició una demanda contra el diario de 10.000 millones de dólares.
Lejos de la verdad
La secuencia «vamos por todo y con la lista», «puede que la lista no sea gran cosa» y «la lista no existe y no se hable más del tema» afectó sobre todo al núcleo duro de Trump, decepcionado por maniobras más propias de la vieja política que de un outsider. Para peor, en el Congreso y por impulso del oficialismo se adelantó el receso por vacaciones: en buen castellano, clausuraron de facto la posibilidad de que los demócratas votaran una moción para que se publiquen los documentos del caso.
«La gran Trump». Así podría titularse el nuevo acto de incontinencia verbal del presidente. Al explicar por qué –según él– se terminó la amistad con Epstein argumentó que el denunciado por tráfico de menores le robó (sic) a una chica cuando ella trabajaba como asistente en el spa del club Mar-a-Lago, propiedad del presidente. ¿Quién era la chica? Virginia Giuffre, aporte fundamental para la investigación, quien acusó públicamente al príncipe Andrés y a otros hombres poderosos de haberla explotado sexualmente en la isla. En medio de una exposición descomunal y dolorosa, la joven no soportó la presión y se quitó la vida.
Su familia hoy pregunta lo que hasta los propios seguidores de Trump cuestionan: qué tanto sabía Donald de Jeffrey y viceversa. Uno ya no puede hablar. El otro no quiere y cuando lo hace se causa más daño todavía. El padecimiento de cientos de chicas, la procacidad y el abuso del poder y la impunidad que termina cubriéndolo todo: la verdad no se proclama, se defiende. No es lo que está ocurriendo en las tierras del Norte.