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Fracturas de un país convulsionado

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Ricardo Gotta

Con un sistema político desacreditado, el Parlamento sostiene a Dina Boluarte, una presidenta impopular y con escaso poder de decisión. El rol de Keiko Fujimori y la proscripción de Pedro Castillo.

Descrédito. Conferencia de Boluarte, quien desde abril no se la ve en público, en el Palacio de Gobierno en Lima.

Foto: NA

Dina Ercilia Boluarte Zegarra preside un convulsionado Perú desde diciembre de 2022 cuando el Parlamento destituyó a Pedro Castillo, quien 14 meses antes encabezó la fórmula con la que ella fue electa. Recientemente debía realizar una visita oficial a Huancavelica, pero la evitó para no pasar por lo de enero en Ayacucho, cuando manifestantes la jalaron del pelo. Casi no se la ve en público desde abril, tras el affaire Rolex (el confuso origen de carísimos relojes y una pulsera Bangle que usó en público): la creíble encuestadora Datum arrojó que solo cuenta con el 5% de aprobación, tan bajo que carece de precedentes, no solo en Perú. 

El Congreso rechazó tres juicios políticos que hubieran apurado el final de su gobierno. Debería acabar en junio de 2026. Hoy es la cara de la inestabilidad, pero echarla implicaría sufragio anticipado. Y los legisladores, que no reeligen (prohibido por la reforma Vizcarra) la sostendrán para no adelantar el consiguiente fin de sus propios privilegios. «Están en zona de confort: generan las políticas que les manda el poder real, pero no se hacen responsables: “La culpable es ella”, reiteran», asegura a Acción Anthony Medina Rivas Plata, politólogo, investigador del Instituto de Estudios Políticos Andinos.

Se trata de la política peruana, el poder fáctico en un escenario sumamente inestable donde el Parlamento acapara facultades ante una sociedad fracturada, con profundas brechas económicas, políticas, sociales, raciales y étnicas. Que se acentuaron tras la brutal represión por la destitución de Castillo, en el verano del 2023, que dejó al menos 80 muertos, con una impunidad que parece asegurada.

La otra mujer sí maneja los hilos de la realidad. Keiko Sofía Fujimori Higuchi llegó a ser primera dama del Perú gobernado por su padre, Alberto: suplió a su madre, Susana Shizuko, tras el divorcio. Pero nunca llegó a la presidencia. Diputada hasta 2011, conduce Fuerza Popular que, con apenas 22 bancas propias, controla la mayoría sobre 130 legisladores. La semana anterior, en una sesión convocada por sorpresa, se votó un proyecto de su partido: nueva reforma judicial. A las pocas horas, Keiko fue sobreseída de una causa por lavado.

Mejoró la lógica de construcción política de su padre y se mueve con soltura con el poder mediático. Representa a los sectores económicos más poderosos del Perú. Lo llaman la «república empresarial»: el poder fáctico detentado por élites empresariales corporativas, nacionales y extranjeras, que imponen un modelo de desarrollo extractivista y exportador, florecido tras la salida de Alberto Fujimori, en los 2000. La primera etapa resultó de gran crecimiento al tiempo que se ahondaban las desigualdades sociales. Algunos lo llamaron el «milagro peruano». Pero hace una década, no solo se dispararon los índices de pobreza sino que cayó el crecimiento. El Banco Central aceptó hace unas semanas que no se llegará al 3% previsto. Preocupa el alza de la inflación y la tasa de desempleo que rondaría el 5,4%, casi un punto más que hace un año. «En la economía se refleja un estado deteriorado por un sistema corrupto», advierte a Acción Anahí Durant, quien fuera ministra de la Mujer y Poblaciones Vulnerables de Castillo.

Destituido. Castillo, llevado a la cárcel el 7 de diciembre de 2022.

Foto: Getty Images

Miedo y descomposición
¿Por qué se llegó a esta situación? Según Medina Rivas, «la clave es que el régimen peruano es formalmente presidencialista, pero se incluyeron elementos de parlamentarismo que le generan un enorme contrapeso al presidente. Por ejemplo, la vacancia por incapacidad moral. Lo convierten en una especie de rehén del Congreso: no puede gobernar, no puede elegir a sus ministros, está continuamente bajo amenaza. Con Boluarte se llevó al extremo ese sistema y se convirtió en una marioneta de las bancadas de derecha en el Congreso, sin perjuicio de las concesiones de sectores progresistas».

La socióloga Bárbara Ester Montaña, también en diálogo con Acción, aporta que «la realidad se profundizó con el fujimorismo, y el post fujimorismo, con la Constitución del 93 y unas 24 sucesivas reformas. Todas van en el mismo sentido: el poder real decide ahí. Incluso antes había dos cámaras, ahora es más clara la concentración del poder. Es la institución más odiada del Perú». En efecto, las encuestas la dan apenas por encima de la presidenta.

Otro aspecto es la memoria caliente de la violencia institucional tras la caída de Castillo. La revuelta más grande de la periferia en Lima y en el interior, que se recuerde, fue masacrada. Durand apunta: «Siguen impunes. El pueblo se movilizó, pero las clases medias miraron a otro lado. Ahora, a pesar de la aparente resignación, todos los días hay protestas. La gente no está en la calle, pero el descontento es muy grande. Hay que salir de Lima. En este país no hay calma: lo que hay es un una imposición y una maquinaria autoritaria que defiende el modelo impuesto». Un caso: en mayo resonaron masivas movilizaciones de educadores en todo el país, con poca incidencia en la capital.

«Perú está en uno de sus peores momentos. Lo más perverso de esta crisis política es que anula al ciudadano y la gente que perdió las elecciones es la que está gobernando, con una serie de artimañas y maniobras legales para hacerse del poder», analiza Medina Rivas. En cuanto al futuro, diagnostica: «El peruano no necesariamente es progresista, sí antisistema, estatista, quiere más servicios públicos, mayor protección del Estado, inclusión social, pero no siempre incluye los temas de género o raciales. Y puede girar en torno a uno u otro candidato fácilmente: ahorita están en el aire».

Medio siglo sin un final
En los vertiginosos 80, las juventudes de América tenían un canto como caballito de batalla: «Patria querida, dame un presidente como Alan García». El poder real peruano no pensaba lo mismo. Al entonces baluarte progresista lo sucedió un offsider como Alberto Fijimori, sustentado por Vladimir Montesinos, agente de la CIA, con el beneplácito de las FFAA. Una dictadura, que tras una década acabaría estallada en escándalos de corrupción. Fueron los cimientos que coaccionaron sobre los posteriores gobiernos: Alejandro Toledo (2001-06); Alan García (2006-11, se suicidó en 2019 en medio de investigaciones judiciales en su contra), Ollanta Humala (2011-16; acabó acusado de lavado); Pedro Pablo Kuczynski (2016-18, trabajó para el fujimorismo y luego lo enfrentó; renunció envuelto en acusaciones); Martín Vizcarra (2018-20, completaba el mandato hasta que el Congreso declaró su «permanente incapacidad moral»). Lo sucedieron congresistas: Manuel Merino (2020) y Francisco Sagasti (2020-21).

Hasta que surgió Pedro Castillo en 2021 y otra vez Keiko perdió en las urnas. Maestro, dirigente campesino. El 7 de diciembre de 2012 llevaba 14 meses de un Gobierno de manos atadas al que el Parlamento jamás le sustentó bases de gobernabilidad. Sus gabinetes duraban un soplido, lo acuciaron los medios, lo acusaron de corrupción e ineptitud. Hasta dijeron: «No sabe hablar». Quiso disolver el Congreso para implementar su promesa de campaña: la reforma constitucional. El golpismo fue implacable y los propios le soltaron la mano. La prisión de Castillo se da en ese contexto, con una Justicia atada al fujimorismo. Y a pesar de la endeblez de las figuras jurídicas que le achacan, lo mantienen en prisión preventiva, medida judicial muy cuestionada, que hace pocos días prolongaron hasta agosto de 2025. La extienden para que no pueda ser candidato, ya que tiene un núcleo duro que aún lo apoya. «Es un preso político para aleccionar a los sectores populares que lo respaldaron», acusa Durand.

Keiko el próximo 25 de mayo cumplirá 50 años. Logró que el pasado 6 de diciembre, su padre, responsable de flagrantes violaciones a los derechos humanos, fuera indultado y liberado.

Hoy Fujimori está libre y Castillo, preso. En ese escenario, parece impredecible saber cuál será el destino de Boluarte.

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