Mundo | LA VUELTA DE NETANYAHU

Israel al extremo

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Manuel Alfieri

El líder del Likud se encamina a formar Gobierno en una alianza con sectores ortodoxos de ultraderecha. Preocupación en la población árabe e impacto en EE.UU.

Otra vez protagonista. Acompañado de su esposa, Netanyahu celebra el triunfo electoral con sus seguidores en la sede de campaña, en Jerasulén, el pasado 2 de noviembre.

Foto: Kahana/AFP/Dachary

Después de un año y medio fuera del poder, Benjamín Netanyahu volvió al centro de la escena política israelí. «Bibi», como se lo conoce por sus pagos, ganó las elecciones generales y, si no sucede nada raro, ocupará nuevamente el cargo de primer ministro, ese que ya ostentó en otras dos oportunidades y por más tiempo que nadie. Ahora, acompañado por un bloque de partidos ultraortodoxos y ultranacionalistas, con quienes conformará lo que muchos consideran el Gobierno más a la derecha de la historia del país. El retorno de Netanyahu solo fue posible gracias a la alianza que tejió con esas fuerzas políticas archiconservadoras. Su partido, el Likud, obtuvo 32 escaños en las elecciones, quedando muy lejos de los 61 necesarios para tener una mayoría en la Knéset, el Parlamento. Por eso acudió a Shas y Judaísmo de la Torá, los ultraortodoxos, que cosecharon 18 bancas, y a Sionismo Religioso, la extrema derecha, que le aportó otras 14. La cuenta da un total de 64 parlamentarios para el futuro Gobierno, que ahora emprendió la dificultosa tarea de repartir el poder entre las distintas fuerzas que lo integrarán. En eso se encontraba Netanyahu al cierre de esta edición. El veterano dirigente de 73 años tiene poco más de un mes para definir quién ocupará cada espacio en blanco del gabinete. Envalentonados por una inédita popularidad, los líderes ultraderechistas ya avisaron que, como tercera fuerza nacional, quieren cargos clave: para empezar, los Ministerios de Defensa y de Seguridad Pública. Dos carteras vitales para un país en conflicto con varios de sus vecinos y en pleno pico de violencia interna: en los últimos meses hubo 2.000 operaciones militares en Cisjordania, con un saldo de más de 100 palestinos muertos –la cifra más alta desde 2015– y 23 víctimas israelíes. Ese territorio ocupado es el centro del histórico conflicto y es también escenario, según denuncia Amnistía Internacional, de un «apartheid» sobre la población palestina, que incluye confiscaciones masivas de tierras y propiedades, asesinatos, traslados forzosos, brutales interrogatorios, restricciones a la circulación y negación de la ciudadanía. Para peor, el futuro Gobierno no apunta a nada parecido a un proceso de paz, sino todo lo contrario: la posible anexión de Cisjordania y la acelerada expansión de los asentamientos israelíes. Eso, al menos, es lo que exige la extrema derecha. Y Netanyahu, exhalcón de las fuerzas especiales israelíes, no lo ve con malos ojos. De hecho, en sus 15 años de gobierno fogoneó constantemente esa política confrontativa, con sucesivos bombardeos sobre Gaza y alentando la ampliación de las colonias sobre los territorios ocupados, en el marco de un rumbo económico decididamente neoliberal.

Gestos que hablan
Esas señales de belicosidad, sumada a la alianza con los ultras, no solo encendieron las alarmas entre árabes y sectores políticos moderados del país, sino también puertas afuera. Así lo hizo saber el Gobierno estadounidense, principal aliado de Israel en Occidente, a través del vocero del Departamento de Estado, Ned Price. «Esperamos que todos los funcionarios del Gobierno israelí continúen compartiendo los valores de una sociedad abierta y democrática, incluida la tolerancia y el respeto por todos en la sociedad civil, en particular por los grupos minoritarios», dijo el funcionario de Joe Biden con total diplomacia, pero sin esquivar el bulto. Aunque la alianza estratégica entre ambos países no corre peligro, sí podría verse erosionada. Más aún si se recuerdan los cortocircuitos que Biden y Netanyahu ya tuvieron en el pasado. El jefe de la Casa Blanca apoya algún tipo de proceso de paz para resolver el conflicto palestino-israelí, incluyendo la conformación de dos Estados, y brega por reactivar el acuerdo nuclear con Irán. El futuro primer ministro de Israel nunca quiso saber absolutamente nada con ninguno de esos temas. Quienes transitan los pasillos del poder cuentan que, hace unos años y como vicepresidente, Biden se demoró cerca de una hora y media para llegar a una cena con «Bibi» y su esposa, disgustado por una declaración del israelí. Ahora, el veterano Joe se tomó nada más y nada menos que seis días para felicitar a Netanyahu por su victoria electoral, cuando con otros líderes –el caso más reciente es el de Lula da Silva– lo hizo el mismo día de los comicios. Los gestos, a veces, dicen mucho más que las palabras. Y sobre todo cuando de política se trata. Con el trasfondo de la contienda electoral en su país, Biden intenta desmarcarse de todo aquello que huela a trumpismo, también en el plano internacional. Por eso celebró inmediatamente el triunfo de Lula sobre Jair Bolsonaro y por eso observa con preocupación la incorporación al Gobierno y el frenético ascenso de los ultras israelíes, que duplicaron la cantidad de bancas obtenidas en las elecciones del año pasado. Sionismo Religioso pregona el racismo, la xenofobia, la homofobia, la violencia y la supremacía judía a cada paso que da. En la campaña, por ejemplo, se presentó como el partido de las «personas normales» y los «valores familiares». Sus referentes proponen mano dura, deportaciones e incluso la pena de muerte para los «terroristas», término que utilizan para referirse a los árabes. También impulsan una reforma para que Netanyahu, investigado por varios casos de corrupción, se haga con el control de la Justicia.

Mensajes peligrosos
Uno de los líderes de Sionismo Religioso, Itamar Ben-Gvir, pasó de ser una figura marginal de la política israelí a convertirse en una suerte de rockstar al que los jóvenes acosan para sacarse una selfie. «Es hora de que volvamos a ser dueños de esta tierra», aseguró tras las elecciones. Aunque dice haber «moderado» sus posturas, mantiene su mensaje de odio contra los árabes y promete armar a los civiles para que puedan «defenderse». Él mismo suele andar armado.
El hombre fue discípulo de Meir Kahane, un rabino racista y exparlamentario que, entre otras cosas, quería expulsar del país a los palestinos y pretendía ilegalizar las relaciones sexuales entre judíos y árabes. Tan brutal era su discurso que, cada vez que abría la boca en el Parlamento, el resto de los legisladores abandonaba el recinto. Esa es la semilla ideológica de Ben-Gvir, quien hasta hace poco también lucía orgulloso en su casa un retrato de Baruch Goldstein, fundamentalista que masacró a 29 palestinos en la ciudad ocupada de Hebrón en 1994.
Siguiendo a rajatabla los pasos de sus maestros, en 2007 Ben-Gvir recibió una condena por «apoyo al terrorismo» e «incitación al racismo». Ese y otros datos de su biografía política y personal explican por qué hasta Netanyahu, con quien próximamente compartirá Gobierno, se negó a sacarse una foto con él durante toda la campaña electoral.

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