31 de octubre de 2018
El insólito asesinato del periodista Jamal Khashoggi en el consulado saudí de Estambul se ha convertido en un tema que excede a su figura. El reino de Arabia Saudita es uno de los más criticados por organismos de derechos humanos. Las reiteradas condenas por perseguir minorías o ejecutar opositores no suelen hacer mella en el reino, ya que cuenta con el apoyo de Estados Unidos, sean gobiernos demócratas o republicanos. Coinciden en un punto: la alianza con el rey Salman y su hijo el príncipe Bin Salman es clave para Oriente Medio desde el punto de vista de los negocios.
Durante las dos semanas que transcurrieron entre la desaparición del periodista hasta que los saudíes reconocieron que había «muerto» en su consulado, varios gobiernos, y, en primer lugar, el estadounidense, trataron de evadir una condena al reino, aunque nadie creyera en las excusas de Riad. Hasta que los propios saudíes admitieron que hubo un «incidente».
Nadie quiere perderse los réditos económicos y mucho menos Washington, que los tiene como su principal comprador de armas. Si hasta el presidente del gobierno español, Pedro Sánchez, tuvo que justificar el negocio de las armas españolas: dijo que era importante para mantener las fuentes de trabajo.
Como los saudíes son conscientes de que nadie se quiere perder los millonarios contratos que ofrecen sus medios de comunicación, se concentraron en los negocios que se harían en su «Davos el desierto» –una cumbre para atraer inversiones de fines de octubre– mucho más que en explicar lo sucedido dentro del consulado. Creen que esto se olvidará pronto, tomando como referencia que los estadounidenses no les recuerdan que los atacantes de las Torres Gemelas eran saudíes. Al cabo, Estados Unidos invadió Afganistán y no, Arabia Saudita. Negocios son negocios.