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La amenaza del odio

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Diego Pietrafesa

La ultraderecha agita el escenario político preelectoral con mensajes xenófobos y racistas que ponen en jaque al sistema. Los sindicatos y la izquierda, en retroceso.

París. El emblemático Palacio del Elíseo, hoy con Emmanuel Macron como mandatario. Los comicios se realizarán en abril de 2022.

FEBERBERG /AFP/DACHARY

Si Francia sigue empujando tanto las simpatías electorales a la derecha, la Torre Eiffel terminará como la Torre de Pisa. La oferta política gala tiene, para el mismo sustantivo, diversos adjetivos: centro, tradicional, extrema, ultra. Las palabras giran en torno a esas variables (bien diferenciadas entre sí, claro está) de un solo rumbo. Mientras tanto, parece haber cada vez menos espacio para retomar hacia políticas progresistas y de izquierda.
El 10 de abril de 2022 será la primera vuelta para elegir nuevo presidente. El actual jefe de Estado, Emmanuel Macron –de decidir presentarse– cuenta con buenas chances de ser reelecto en un mano a mano con Marine Le Pen (Reagrupamiento Nacional). La sorpresa la constituye una versión radicalizada y violenta del espectro conservador, encarnada por un fenómeno difícil de clasificar, Eric Zemmour. Todavía, los posibles adherentes de la ultraderecha unidos están apenas debajo del oficialismo, la derecha liberal, según variados sondeos.
La contienda de las urnas se disputa un preciado botín: el llamado «voto obrero». No son ni el socialismo ni el progresismo ni las agrupaciones «verdes» o ecologistas los que arrancan con ventaja para captar ese 20% de los sufragios, decisivos para la batalla final. Cuatro de cada diez trabajadores de los sectores populares aseguran que apoyarán a la extrema derecha dentro de seis meses.
Tampoco los sindicatos contienen a ese colectivo. Persiguen demandas justas (la reducción de la jornada laboral a 32 horas por semana y el aumento de salarios y jubilaciones) pero sus movilizaciones –la última, el 5 de octubre– no tienen la contundencia de antaño. El rol gremial de las grandes centrales obreras se desdibuja y se atomiza en asociaciones por sector: desocupados, inmigrantes indocumentados, empleo informal.
Diversos análisis coinciden en que la falta de conciencia de clase a la hora de una unidad en defensa de sus intereses y derechos se explica en la desaparición paulatina del modelo industrial, que alejó de los paisajes urbanos y suburbanos el humo de la chimenea de las fábricas y redujo al mínimo los emprendimientos mineros y automotrices. Los obreros quedaron sin su identificación política tradicional (que explotó como expresión callejera en los años 60 y 70) y la derecha supo aprovecharse de ello. Ya en los últimos comicios presidenciales (2017), el voto obrero que recibieron, sumados, la izquierda, el socialismo y el troskismo no había superado a Marine Le Pen.

Efecto Trump y Bolsonaro
Un hombre que grita más que lo que habla, que se presenta desde una autopercibida supremacía intelectual y ética, que reparte datos como munición de ametralladora pero sin importarle si son (la mayoría de las veces no lo son) veraces, alguien con discursos xenófobos y machistas, una figura estelar al que bautizan como «polemista». Es Eric Zemmour, quien, por ejemplo, ha dicho que todos los males de Francia son a causa de «la inmigración, el poder gay y el matriarcado» y alerta sobre la teoría de «el gran reemplazo», un plan que la Unión Europea tendría para sustituir a la población avejentada y cristiana por una más joven, manipulable y musulmana.
Zemmour podría haber sido solo un entretenimiento circense para las audiencias pero el chiste quedó: tenía 5% de popularidad en mayo, 10% en setiembre y solo un mes después igualó en los sondeos a Marine Le Pen, en plan de reencender su pirotécnica verbal para no quedar asociada con el establishment dirigencial al que tanto dijo enfrentar. Sin agrupación política que lo sustente, con discursos efectistas y de bajo contenido intelectual, el hombre de 63 años, paradójicamente –o no– descendiente de inmigrantes argelinos, no para de crecer. Mientras, algunos se siguen riendo de cuando sostuvo –seriamente– que el fascismo que encarnó Mussolini en Italia era de izquierda al igual que el nazismo porque «el nombre del partido era “nacionalsocialista”. ¡Socialista! Esa gente es de izquierda». En otras latitudes los mismos personajes hablan de «zurdos de mierda». Y tienen, como Zemmour (como Trump, como Bolsonaro) idéntico soporte mediático. El ente regulador de radio y televisión francés se opuso a que el canal CNews mantuviera al ultraderechista como «periodista» en sus columnas. Si hace política, que tenga el mismo espacio que los políticos, regulado por ley, sostuvieron.
Entre la izquierda socialista, con Anne Hidalgo, alcaldesa de la Ciudad Luz; con el comunismo representado por Fabien Rousel y Jean Luc Mélenchon, de la agrupación La Francia Insumisa, el panorama no ofrece esperanzas: hoy por hoy hay pocas chances de que alguna alternativa trepe por encima del 10% de los votos.
Parece que la posibilidad de detener el avance de cualquiera de las manifestaciones más despiadadas de la derecha tendrá que ser, irremediablemente, con una derecha menos despiadada, si es que eso existe.

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