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La decadencia de Europa

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Telma Luzzani

Una ola de protestas agrícolas recorre el continente, hoy frente a la encrucijada de defender su autopreservación y su autonomía o seguir sometido a EE.UU. en su batalla contra Rusia.

Bloqueados. Tractores de agricultores franceses en un reclamo frente al Arco del Triunfo, en los Campos Elíseos, el 1 de marzo.

Foto: Getty Images

¿Es posible que Europa se esté suicidando? ¿Qué no solo haya consentido ¡otra vez! una guerra en el centro de su territorio, sino que la alimente con armas y con hombres? ¿Es posible que haya renunciado a la energía barata de Rusia, que esté dispuesta a sacrificar su famoso poderío industrial y que acepte una avalancha de nuevos refugiados, todos temas que generan serios conflictos entre sus ciudadanos? 
Hoy las tensiones que recorren el continente son muchas, desde las desavenencias entre los gobiernos del Este y el Oeste en la Unión Europea hasta las crecientes demandas sociales por una baja sostenida de sus estándares de vida. 
La incapacidad de Europa para hacer frente a sus crisis tiene hoy en las protestas de los sectores agrícolas su emergente más significativo. Desde hace meses, los agricultores de Francia, España, Portugal, Alemania, Italia, Rumania, Polonia, Países Bajos, Suiza, Grecia y Bélgica cortan rutas y realizan tractorazos para expresar su enojo. En las pancartas se lee: «Libertad a los campesinos. No al libre comercio» («Free farmers. Stop free trade») o «Mercosur, un regalo para las multinacionales».
Afectada por las políticas neoliberales, las organizaciones campesinas piden la «suspensión inmediata de todos los tratados de libre comercio» tanto con el Mercosur como con Marruecos, Mauritania, Nueva Zelanda, Kenia, México, Chile, India y Australia. El Mercosur (con detractores de ambos lados del océano) es criticado, entre otras cosas, por su falta de transparencia, el secretismo de su contenido y porque, según afirman los sectores de izquierda, con ese acuerdo las únicas que ganan son las multinacionales.
En términos generales, el agro europeo pide más Estado y menos libre mercado. Afirman que la competencia es desleal ya que a los países de otros continentes no se les exige cumplir con las altas normas europeas en los productos agroalimentarios que exportan y, por lo tanto, dado que sus estándares laborales, sociales y ambientales son bajos, pueden abaratar los costos. 
En España reclaman «cláusulas espejo», es decir, medidas que obliguen a los países no europeos a cumplir con las normas de la UE. En Francia, la Confederación Campesina, por su parte, presentó a fines de enero entre otras demandas «la ruptura con la competencia desleal, consecuencia directa del libre comercio, mediante el establecimiento de herramientas de protección económica y social para los agricultores y, además, la regulación de los mercados agrícolas para estabilizar y asegurar los precios».

Cuadro autodestructivo
La composición de las movilizaciones que bloquean las principales rutas de Europa es extremadamente diversa; difiere de un país a otro y va desde la ultraizquierda a la ultraderecha. Entre los activistas más eficientes se encuentran los de Alternativa para Alemania, Vox (España), Reagrupación Nacional (liderado por la francesa Marine Le Pen) y Hermanos de Italia (de la primera ministra Giorgia Meloni). La extrema derecha busca capitalizar las protestas para conseguir más escaños en la próxima Eurocámara. Del 6 al 9 de junio habrá elecciones al Parlamento Europeo y se teme que el resultado arroje un brusco giro a la derecha. En una Europa que pagó con sangre la ferocidad fascista, este retroceso es leído como otra señal de su actual proceso autodestructivo.
Europa supo ser uno de los jugadores agrarios más importantes del mundo en el siglo XX, asegura el periodista francés Enric Bonet, pero desde inicios del siglo XXI «ese modelo se encuentra estancado y buena parte de los campesinos europeos viven atrapados en esa lógica productivista que ya no crece. Intentan invertir en maquinaria más modernas sin lograr incrementos significativos en la producción. Su malestar proviene de que se ven cada vez más endeudados y empobrecidos».
El cuadro agrario europeo de hoy está formado, a grandes rasgos, por tres grupos: 
1) los terratenientes, con una alta concentración de tierras y las agroindustrias intensivas vinculadas a los fondos buitre,
2) los dueños de campos pequeños o medianos que viven de su producción pero sufren el deterioro señalado por Enric Bonet y
3) los peones con bajos salarios, trabajo a destajo y temporal.
Existen subsidios y ayudas como la Política Agraria Común (PAC), pero «se distribuyen de manera desigual, según la cantidad de hectáreas, en las antípodas de la justicia social», explica Bonet. El que más hectáreas tiene recibe proporcionalmente más ayuda. «En 2020, el 0,5% de los terratenientes recibieron el 16,6% de los fondos de la PAC (100.000 euros a cada uno) mientras que el 75% de los pequeños y medianos recibieron apenas el 15% con menos de 5.000 euros cada uno».

Miradas diferentes. El presidente francés Emmanuel Macron y el canciller alemán Olaf Scholz, en Hamburgo.

Foto: Getty Images

Un invento yanqui
¿En qué momento la orgullosa y culta Europa se convirtió en un lacayo de Estados Unidos y cumple, obediente, todos los deseos de su amo trasatlántico, incluso a costa del bienestar y de los intereses de su pueblo? 
En 2022, cuando Rusia ordenó su Operación Militar Especial en Ucrania, quedó al desnudo la «servidumbre voluntaria» de Europa Occidental, dispuesta a acompañar a EE.UU. no solo hasta la puerta del cementerio sino incluso enterrarse en él. Alemania es, quizás, el caso más emblemático. Dejando de lado cualquier gesto de soberanía, sancionó y censuró a Rusia aun sabiendo que, si no cesaban las hostilidades, el Kremlin tomaría sus medidas. 
En julio de 2022, la ciudadanía y la poderosa industria alemana vieron con alarma como el gigante ruso Gazprom redujo el suministro de gas al 20% de la cuota normal. En septiembre de ese año, voló el gasoducto Nord Stream 2 (una operación encubierta ordenada por la Casa Blanca según la investigación del periodista y Premio Pulitzer Seymour Hersh), por lo cual, la mayor economía de Europa empezó a comprar gas carísimo y puso su competitividad mundial en serio riesgo. En 2022, en Alemania, la inversión extranjera directa disminuyó un 50,4% interanual y, en el último trimestre del año pasado, su economía se contrajo un 0,3%. El declive continúa.
La actitud sumisa de los líderes europeos, dispuestos a sacrificar a su población para cumplir con los objetivos que solo benefician a Estados Unidos (como atacar a Rusia) deja en evidencia que la de la Unión Europa y EE.UU. nunca fue una alianza entre iguales.
«La idea de una Europa Común no es europea sino estadounidense», afirma el sociólogo español Andrés Piqueras. En 1945, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, el plan de la Casa Blanca era conformar un mundo unificado bajo su único liderazgo. La existencia de la Unión Soviética, que proponía un modelo alternativo de mundo, era el gran obstáculo para su sueño de dominio global. 
Para aspirar a una mejor posición y lograr la hegemonía, Washington tenía que cumplir dos objetivos: 1) neutralizar y luego derrotar a su rival soviético y 2) concretar la expansión sin restricciones de su comercio al «mundo capitalista» y dominarlo en todos los campos.
Europa era central en ese proyecto. En el caso de Alemania (vencida y dividida), EE.UU. la llenó de bases militares (el reporte del Pentágono 2007 admitía 287), la obligó a una total apertura de su economía a los bienes norteamericanos y a su inversión externa directa. 
«EE.UU. presionó para una integración de la Europa Occidental a través de tratados que garantizasen la apertura de la economía de cada país a las mercancías de los demás. De esta forma, desde su base alemana, los capitales industriales norteamericanos tendrían a su alcance la totalidad de mercados de la Europa Occidental», explica Piqueras.
Con la caída de la URSS en la década del 90, la sumisión europea se fue haciendo más y más evidente. Un ejemplo fue la Constitución Europea, cuyo primer texto (2004) fue rechazado por los franceses y holandeses, en sendos referendos populares, por considerar que se buscaba imponer el «libre mercado» y que su implementación significaría «la tumba del Estado de bienestar». Sin embargo, el Consenso de Washington se impuso tres años después. En diciembre de 2007, en la capital de Portugal, se reunieron altos mandos europeos y firmaron el llamado Tratado de Lisboa, a espaldas de la voluntad popular.
Hoy Europa se encuentra en una encrucijada complejísima. Ocupada militarmente por el Pentágono, con importantes desavenencias entre los líderes europeos (sobre todo entre los dos principales, el presidente Emmanuel Macron de Francia y el canciller Olaf Scholz de Alemania), sin un proyecto unificado de política exterior, con una economía en declive y con una guerra en su territorio, la Unión Europea debe enfrentar la difícil decisión de luchar por su autopreservación y autonomía (encarando a su «socio» norteamericano) o convertirse, como en el pasado, en un puñado de Estados que solo atinan a disputar entre sí.

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