9 de mayo de 2022
Lejos de la atención mediática, el país padece una catástrofe humanitaria con los niños y las mujeres como principales víctimas. El negocio de las potencias.
Destrucción. Un grupo de personas inspeccionan los daños, tras un ataque de la coalición liderada por Arabia Saudita en Sana, la capital.
HUWAIS/AFP/DACHARY
Porque hay vidas y vidas, hay guerras y guerras, y porque hay guerras y guerras, hay muertes y muertes. A espaldas de los grandes medios y del debate político hegemónico, silenciada oportunamente por el poder real, Yemen padece una catástrofe humanitaria que, a falta de pronósticos peores, tiene sobre sí un castigo eterno: la rutina. Los buscadores globales online ofrecen una sola noticia sobre la tragedia del pequeño país afroasiático por cada 30 del conflicto bélico entre Ucrania y Rusia.
Y, sin embargo, uno de cada dos habitantes de Yemen no tiene acceso a los alimentos y estuvo sin comer todo un día varias veces al año, eso que las Naciones Unidas (ONU) llama «inseguridad alimentaria aguda». Entre las víctimas, los niños: dos millones se van a dormir cada noche con la panza vacía y 500.000 tienen la posibilidad cierta de no despertarse al día siguiente. A futuro (y el futuro es arena en un puño) el daño asegura descendencia y se aloja en más de un millón de mujeres embarazadas o lactantes, gravemente desnutridas.
Paradojas de una realidad patas para arriba, los organismos internacionales de asistencia celebraron un acuerdo para que las tropas en combate no recurran a las infancias como mano de obra. Con presencia de UNICEF, se suscribió con milicias locales un compromiso para impedir el reclutamiento de chicos y chicas, fomentar la liberación de aquellos y aquellas que ya revistan en los bandos y procurar que escuelas y hospitales no sigan siendo objetivos de destrucción, al punto de que la mitad de los centros de salud y dos tercios de los centros educativos están inutilizados. El hambre o las balas, la elección es perversa.
Tan extrema es la situación en Yemen que (acaso por falta de estadísticas reales) no son los coletazos de la pandemia los que aterran, sino el regreso de enfermedades desterradas, como la difteria y el cólera. O la vigencia del dengue y el chikungunya, en sintonía con un deficiente servicio de agua potable, cuya infraestructura operativa está a un 5% de su capacidad.
Confrontación interna
Más de siete años lleva la confrontación bélica interna que tiene, claro, sus ramificaciones. Arabia Saudita (con una coalición internacional que la apoya) e Irán disputan sus intereses mientras los mismos países que llenan de bombas el mundo en nombre de la paz se vuelven cada vez más ricos con la venta de armas a los sectores en disputa. La ONU calculaba requerir unos 4.300 millones de dólares para la atención humanitaria más inmediata. Pero solo reunió un tercio de esa cifra. Los billetes verdes se fueron para otro lado. El Reino Unido vendió 17.500 millones de dólares en armas a Riad; Estados Unidos, 7.900 millones; Francia, 5.770 millones; España, 2.847 millones. Un cálculo rápido: se gasta en material bélico diez veces más de lo que se requeriría para asistir a las víctimas de la guerra. ¿A quién puede interesarle que esa disputa se detenga? Arabia Saudita fue (2015-2019) el principal importador de armas del mundo y sus abastecedores fueron los mismos que en foros internacionales declaman por la seguridad y la tranquilidad del planeta.
Se trata también de controlar una región en donde se extrae y por donde circula oro negro. El transporte de petróleo es todo un posicionamiento de poder geopolítico y económico. Negocios son negocios, y el silencio es vital para que la maquinaria no se detenga y produzca cada vez más crudo, más dólares y más pobres, según corresponda.
El comercio de Occidente está atravesado mayormente por la misma línea que recorren barcos cargados de combustible. Desde los puertos del Golfo Pérsico, con tutela iraní, al Mar Rojo para poner proa luego al Canal de Suez, hay paso obligado por Yemen y un estrecho con nombre premonitorio: Puertas de las Lamentaciones. Así, quien conquiste y controle esa geografía tendrá mucho más que tierra y arena.
La guerra en Yemen estalló en 2015 con el levantamiento de los hutíes, una minoría chiíta establecida en el norte del país, que exigía mayor espacio en un Gobierno que entonces estaba bajo el mando de los sunitas. Tomaron el palacio presidencial y forzaron la huida de las autoridades (reconocidas por Estados Unidos y gran parte de la comunidad internacional) hacia Adén, unos 380 kilómetros al sur. Desde entonces Arabia Saudita y una coalición de países combaten contra los rebeldes, apoyados por Irán.
Pero esa coalición, bajo el pretexto de la normalización institucional de Yemen y la excusa de impedir el tráfico de material bélico, asfixia a sus pobladores con un bloqueo por tierra, mar y aire para aislar a los hutíes. Usan el hambre como arma, en una nación que importa el 90% de la (poca) comida que consume. La coalición también busca debilitar la resistencia local con un ataque militar desmesurado y desigual. Solo en dos semanas hubo 1.400 bombardeos, 100 por día; en ese lapso las incursiones de los hutíes fueron apenas 40.
Las últimas informaciones hablan de un «alto el fuego» humanitario, frágil tregua que al menos servirá para abrir corredores a la asistencia más urgente. Pero la noticia sigue siendo la misma: Yemen, sin paz ni presente ni futuro.