Mundo | MISIONES A LA LUNA Y GUERRA FRÍA

La utopía del espacio

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Ricardo Gotta

EE.UU. y la URSS desplegaron todos sus recursos para mostrar sus avances técnicos. ¿Qué quedó de aquella batalla no declarada de cara a una renovada contienda?

Sputnik. La Unión Soviética puso en órbita el primer satélite artificial del mundo, el 4 de octubre de 1957.

Foto: Shutterstock

La Segunda Guerra Mundial produjo unas 70 millones de víctimas (24 de esos millones, soviéticas). Muerte, hambre, devastación. Y un mundo nuevo. Con dos claros protagonistas principales, los Estados Unidos (más sus aliados liderados por el Reino Unido empeñado en hablar de Big Tree) y la Unión Soviética. A partir de ese 2 de setiembre de 1945 se lanzó un furibundo contrapunto, que muchos compararon con una colosal partida de ajedrez. Entre dos potencias victoriosas, dos modelos de sociedad antagónicos, dos poderes en pugna por ser solo uno. Un planeta partido por lo que Winston Churchill denominó la Cortina de Hierro.
Un colosal enfrentamiento que tuvo aditamentos políticos, económicos, militares, sociales y también el de un poder que surgía para hacerse determinante: el mediático. Esa infernal porfía por la hegemonía mundial, con el peligro latente de un conflicto definitivo. La Guerra Fría, Cold War. Un término que habría inventado Herbet Bayard Swope, periodista estadounidense del New York World, aunque no por ello haya ganado sus tres Pulitzer. Una rivalidad que partió aguas y acotó terceras posiciones aunque regó de sangre a América Latina, África y Asia con conflagraciones subsidiarias o insurgencias financiadas. Corea (1950-1953) o Vietnam (1955-1975) son demoledores ejemplos.
Una guerra no declarada que desató miedos apocalípticos e involucró áreas como la ciencia y la tecnología en el desarrollo de armas nucleares. Y la conquista del espacio.
Así como EE.UU. fundó la Organización del Tratado del Atlántico Norte en 1949 y, un lustro después, la URSS movió el tablero con el Pacto de Varsovia, llegarían tres décadas de puja espacial, lo que supuso un desarrollo paralelo sin intercambio, acicateado por la proliferación de un particular y novedoso espionaje tecnológico, con el objetivo sin límite de explorar el espacio exterior, situar en órbita satélites artificiales, enviar vida (animal y humana) al espacio y hasta hacer pie en otros mundos. La Luna sería el primer escalón: el incipiente marketing occidental descartaba cualquier límite.
Se empezó por descontar la primacía estadounidense a partir del usufructo de la tecnología de los cohetes V-1 y V-2 de los alemanes derrotados en la Guerra, capturada para Occidente. No solo servía para la industria armamentística. Nacía un nuevo discurso: el desarrollo tecno-científico, el futuro al alcance de la mano, la captura de los recursos que deparaba el espacio. Una conquista (la «del oeste», la «del espacio», la de la Luna, Marte…) significada en el progreso y la civilización, no implica sino el dominio del objeto, del sujeto o del territorio y sus valores. Una cuestión disimulada por el agitar de banderas desbordantes de nacionalismo.
La promesa de expansión de la civilización más allá de la Tierra. Un concepto que terminaría de trasparentar John Fitzgerald Kennedy, en 1962, en la Universidad William Marsh Rice: «Hemos decidido ir a la Luna antes de que acabe la década, no porque sea sencillo, sino porque es complejo. Servirá para organizar y medir nuestras mejores energías y habilidades». El sueño americano enhebrado con el sentimiento de superioridad, pergeñado mucho antes en la Doctrina Truman y reforzado por el gobierno del ex general cinco estrellas de la Guerra, Dwight David Eisenhower.
Aun cuando la URSS picó muy en punta en la carrera: el 4 de octubre de 1957, puso en órbita el Sputnik, primer satélite artificial lanzado por el humano. Al mes envió al espacio el primer ser vivo, la perra Laika. El Explorer I de EE.UU. llegaría cuatro meses después. El ambiente científico occidental alertó sobre el poderío soviético y en la sociedad americana se generó un extraño desasosiego.
Para restablecer el prestigio, Eisenhower creó la NASA en 1958, con un presupuesto de emergencia, alimentada por unos 8.000 científicos, entre ellos el recién nacionalizado Wernher von Braun, nacido en la alemana Wirsitz. El programa Pioneer prepararía el lanzamiento de satélites; el Surveyor llevaría sondas a la Luna y el Apolo permitiría que el hombre caminara en ella. Pero el primer humano en el espacio fue un ruso de Klúshino: Yuri Alekséyevich Gagarin (12 de abril de 1961). Y la primera mujer, una rusa de Bolshoye Maslennikovo, Valentina Vladímirovna Tereshkova (16 de junio de 1963). El nombre Yuri se reprodujo en miles de niños nacidos en países socialistas (y no tanto) de Occidente.
Mientras el primer estadounidense en orbitar la Tierra fue John Herschel Glenn en 1962, los soviéticos ya habían realizado decenas y decenas. Inaceptable. Kennedy ya habitaba la Casa Blanca: fue a la carga con el plan Nueva Frontera, con tremendo apoyo económico, político e ideológico. Mientras, ambas potencias redoblaban sus defensas antimisiles, apuntándose entre sí. Se suscitó la Crisis de los Misiles de Cuba. El abismo estuvo cerca cuando EE.UU. detectó bases y armas soviéticas a solo 145 kilómetros al sur de Florida. Tan cerca de Guantánamo, donde tiene una base naval hace 120 años. Esa crisis se recuerda cada vez que Ucrania pide ingresar a la OTAN.

Pac-man
Los soviéticos los denominaron cosmonautas (cosmos: universo, mundo, creación, firmamento) y los estadounidenses astronautas (astros: estrella, lucero, planeta, satélite, asteroide). ¿Una diferencia sutil?
El presidente soviético Nikita Jrushev tenía su propio Von Braun: Serguéi Pávlovich Koroliov, nacido en Zhitómir (hoy ciudad de Ucrania), genial ingeniero de naves espaciales, quien en 1960 sufrió un infarto, el primero de una serie de achaques que lo llevaron a la muerte un lustro después: su último logro sería que la URSS fuera primera en enviar sondas a Venus y a Marte. Por otra parte, en las altas esferas soviéticas los colosales presupuestos que requerían los proyectos aeroespaciales ya generaban serios entredichos.
Con la nave Génesis, EE.UU. dio un salto de calidad, a pesar de ciertos reveses como la muerte, en 1967, de tres astronautas al incendiarse su cápsula en tierra: así se coronaba la primera misión del Programa Apolo, que debía poner al hombre en la Luna. Al año siguiente, la Apolo 8 no solo tuvo la potencia suficiente para salir del planeta, llegar al satélite y regresar, sino que fotografió su cara oculta. EE.UU., por primera vez, lideraba la competencia.
La misión Apolo 11 costó 25.778 millones de dólares (hoy equivaldrían a 152.000 millones, según Forbes; otros cálculos elevan esa cifra), aunque el presupuesto actual de la NASA sea de solo 7.600 millones de dólares. Pero el 20 de julio de 1969, Neil Armstrong pisó suelo lunar ante una audiencia de 700 millones de espectadores: el 20% de la población mundial en una época carente de redes sociales. Quedó en la historia la frase, tal vez coacheada, del astronauta: «Un pequeño paso para el hombre, un gran paso para la humanidad». Sin embargo, no fue tan reiterada la conversación que tuvo con su compañero Buzz Aldrin. Dijo Neil: «Una vista magnífica ahí fuera». Replicó Buzz: «Magnífica desolación».
El historiador mexicano Rafael Guevara Fefer enarbola su teoría: «Los EE.UU. eran una nación que crecía a pasos agigantados gracias a que convertía las fronteras en civilización. Un Estado Nación, que como el Pac-Man, está obligado a devorarlo todo, plantas, animales, aguas, mares, cielos, ríos, piedras, personas. De otro modo, pierde el juego».

El límite
Mientras la URSS padecía recurrentes problemas en sus misiones, hubo un Apolo 12. Y un 13 que disimuló su fracaso y dejó en el recuerdo la frase: «Houston, we’ve had a problem». La siguieron hasta el Apolo 17: el 19 de diciembre de 1972 fue el último paseo lunar. Un par de años antes, el entonces presidente Richard Nixon había perdido apoyo político y la resultante fue un serio recorte presupuestario. Mientras, los soviéticos se refugiaron en el proyecto de una base espacial que sirviera de intermedio permanente para futuros viajes, el Salyut 1. Al tiempo que se cristalizaban tibias fórmulas de intercambio científico y entraban en la cancha nuevos jugadores, de origen europeo, chino, indio y japonés.
La incógnita pertinente: si la Guerra Fría motivó el objetivo de poner un hombre en la Luna, ¿hasta dónde se hubiera llegado si continuaba?
Pero llegó 1984. No era ese mundo regido por el Gran Hermano surgido de la imaginación de George Orwell, sino un planeta bipolar que dejaba de serlo. Llegaría la llamada Iniciativa de Defensa Estratégica de los EE.UU. (SDI) configurada por un tal Ronald Reagan. Un modelo basado en una red de satélites que vagaban por el espacio, con misiles nucleares en su interior, lanzados por medio de transbordadores, a los que ahora se dedicaba la NASA. Una verdadera locura, denominada «Guerra de las Galaxias». Implicaba un gasto armamentístico desmesurado. Aunque tal vez haya logrado su cometido: para algunos analistas su mera puesta en escena bastó para ayudar a desatar lo inevitable, el colapso económico de la URSS y su consecuencia política, la desintegración. Mijaíl Gorbachov, el último líder soviético, abrió el país a Occidente. En diciembre de 1991, la URSS se disolvió.
Poco después la demencial guerra de las galaxias se diluía. Claro que a mano con la locura, en 2019, un tal Donald Trump intentó rescatarla del ostracismo.
Mientras EE.UU. y Rusia aún mantienen grandes presupuestos de defensa y bases militares internacionales, lo que nunca se diluyó del todo es el sueño humano por conquistar nuevos mundos. Aunque resulte de una concepción filosófica y tecnológica muy diferente, bien entrado el siglo XXI. La reducida NASA retoma la utopía lunar (ver «La reconquista…») mientras rusos y europeos, cuando acuerdan (no es el caso tras la invasión a Ucrania), aplican su esfuerzo en satélites exploratorios.
A propósito, algunos analistas observan a la Guerra del Este europeo con nostalgia y piensan en una Guerra Fría Siglo XXI. La OTAN creció hasta contener a 30 Estados. Y aparece el cuco chino. Otra vez la amenaza nuclear por una contienda global está latente.