13 de mayo de 2025
El expresidente de Uruguay murió a los 89 años, en Montevideo. «Nunca dejé de ser libre», decía. Historia y legado de uno de los grandes referentes políticos de América Latina.

Carisma. En el final de su mandato presidencial, en 2015, durante la inauguración de un Parque Eólico, en la capital del país.
Foto: NA
Mirada achinada pero profundamente infinita, expresaba determinación, energía, furia o ternura. Sonreía con esos ojos que sedujeron a la indomable Lucía Topolansky, la mujer de su vida, y que también eclipsaron a propios y extraños, compañeros y enemigos. Ojos que provocaban, que abrazaban. Ojos que miraban a los ojos, que lagrimearon cuando percibió que era el final. Todo eso quedará guardado en la memoria. Porque José Pepe Mujica, expresidente de Uruguay, histórico referente del progresismo de América Latina, murió este lunes 12 de mayo, a los 89 años. Un golpe para la región.
Algún compañero lo llamó «El Faro». La luz de José Alberto Mujica probablemente no se apague ni ahora que ocupa un lugar a la sombra, al lado de su perra Manuela, en la chacra que construyó con sus manos y las de Lucía, en Rincón del Cerro, cerca de Paso de la Arena donde nació. Siempre en Montevideo, siempre cerca del pobrerío que tanto lo idolatra. Siempre cerca de la polémica, siempre adosado a las ideas.
Antes de su muerte, sus íntimos de la militancia lo empezaron a despedir, leales, estremecidos: «Esta barra te abrazará hasta el final. ¡Pepe querido! Siempre nos dijiste que ibas a militar hasta el último día. Has cumplido».
En los últimos meses, en diversos reportajes concedidos, señaló: «Nunca dejé de ser libre». Nunca dejó de ser libre, es cierto, ni bien se repasa su vida familiar y política, tan peculiar en muchos sentidos. «Mi padre se murió a mis siete años, y soy hijo de una doña muy dura». Demetrio, el papá, era vasco, pequeño campesino que quebró antes de morir; Lucy, la mamá, era italiana. Familiares nacionalistas y colorados, un tío dictador y otro que lo llevó al Partido Nacional: llegó a ser secretario general de la juventud, mientras corría carreras ciclísticas. Luego se sumó al Partido Socialista para formar la Unión Popular. A los 28 se integró al Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros. A fines de los 60 pasó a la clandestinidad. Perteneció a un grupo de excelso nivel intelectual, que se jugó el pellejo en serio. Medio siglo después, aclara: «Una generación que pensaba que iba a cambiar al mundo. En eso, teníamos fe. No convicciones, fe».
Punta Carretas es hoy un moderno shopping: por sus brillos pululan los fantasmas de la cárcel de la que el Comandante Facundo se fugó dos veces. «Siempre supe que íbamos a seguir en la lucha». Padeció cuatro detenciones, la última, en 1972, bajo la presidencia del colorado Juan María Bordaberry, junto a Raúl Sendic, Fernández Huidobro, Mauricio Rosencof, Henry Engler Golovchenko, Julio Marenales Sáenz y Jorge Zabalza Waksman.
Durante la dictadura, en total, estuvo trece años preso. Su cuerpo tiene la huella de seis balazos. «Dos años en un pozo subterráneo de una unidad militar, sin movilidad. Aislados del mundo. El síntoma más evidente de vida eran siete ranitas a las que alimentaba con miguitas de pan. ¿Sabés que las hormigas gritan? Las ponía en el oído para entretenerme», dijo Mujica en una entrevista. Se comunicaba con morse o con estornudos, tenía las manos atadas con alambres de púa. «El sol fue saliendo de a poquito y la primera vez, lo sentí hasta las lágrimas».

Hasta el final. Junto a Lucía Topolansky, su compañera, en un paseo por las afueras de Montevideo.
Foto: Enrique García Medina
De la cárcel al poder
La lucha, como Pepe decía, continuó. Y después de la dictadura siguió con la firme idea de cambiar a su país, un país donde no había alternativas que las de Blancos y Colorados. Así, fue clave en la construcción política del Movimiento de Participación Popular (MPP), un actor político de peso tras su ingreso al Frente Amplio (FA). Allí Mujica se reencontró con el general Líber Seregni Mosquera, militar democrático y popular, uno de los fundadores del FA en 1971, su primer presidenciable, su huella. Recrearon épicos debates, de profundo respeto, desde una coincidencia antiimperialista.
El MPP, «La 609», lo catapultó a la presidencia en 2010. Con su aspecto austero y su estilo frontal en sus discursos, sedujo a propios y a extraños de aquí y de allá. Reformó el Estado, consagró derechos, ayudo a combatir contra la desigualdad y tuvo resultados. Relativos, es cierto, pero concretos, son resultados que deben ser analizados con el contexto de su tiempo.
Antes y después fue un empecinado pendenciero que continuamente arrojaba temas para ser discutidos. Antes y después, nunca fue políticamente correcto (si lo sabrán los Kirchner) y sí un obstinado componedor, incluso con quienes se tutearon con sus tiránicos opresores. Alguna vez dijo que dejaba el rencor para los engreídos o los idiotas: fue muy criticado por su oposición a la anulación de la controversial Ley de Caducidad, una legislación que dejó impunes los crímenes de la dictadura.
Una interminable calle de tierra conducía a su chacra. Desde allí miró el cerro que le da sombra al pobrerío y le dio nombre a su ciudad, cerca de La teja y La Paloma, los dos barrios que más votan al FA, porque veneran y lo discuten con un respeto que se ganó.
Se subía a su tractor incluso en sus cercanos días de achaque intenso. Para «ver si los girasoles estaban prontos», a pesar de los rezongos de Lucía. En esa zona, en 2019, donó 5,5 hectáreas a un grupo de desocupados: incluía un almacén y galpón donde hoy se fabrican materiales para construcción de viviendas.
Allí vivió, aún presidente, entre arbustos frutales y árboles, en una vieja casa de 45 metros cuadrados, techo de zinc verde, calefacción a leña, la radio siempre encendida, biblioteca desbordante. Allí recibió a reyes y presidentes, a miles que se sentaron en sillas enclenques, butacones artesanales o directamente en cajones.
Allí vivió con Lucía Topolansky, su «maravilloso hallazgo de la vida». La conoció en 1972, en la lucha armada, compartió más de medio siglo de militancia. «Vive tapando agujeros, organizando. De vez en cuando, se hace tiempo para cocinar una pizzita», solía comentar Pepe. Siempre la miró con ternura eterna. Solo cuando hablaba de ella, decía que la «única adicción válida es el amor».
También podría haber sido un retrato propio de Mujica, quien militaba por la vida. Confesó, a la vez, su íntima pena por no haber tenido hijos: «Me dediqué a cambiar el mundo y se me fue el tiempo».