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Motores del horror

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Ricardo Gotta

Un expediente de noventa fojas expone torturas y abusos cometidos por Volkswagen en la selva amazónica en los años 70. Los negocios con la dictadura.

En la mira. São Bernardo do Campo, sur de San Pablo. En esa localidad la automotriz instaló la primera fábrica metalúrgica de Sudamérica.

ALMEIDA/AFP/DACHARY

Durante los años 70, Volkswagen llenó las calles de Brasil y de otros países de la región con el modelo Fusca (el «escarabajo»), la tradicional Kombi y la Brasilia, predecesora del Gol. Pero esa historia comienza en 1953: bajo el Gobierno de Getúlio Vargas (PTB), la automotriz instaló en la localidad paulista de São Bernardo do Campo, su primera fábrica metalúrgica en Sudamérica. Dependía de la matriz alemana, fundada en Wolfsburgo, en 1937, por Ferdinand Porsche, cuando Adolf Hitler ya era el Führer.
Claro que entre abril de 1964 y marzo de 1985, Brasil fue sometido a una de las recurrentes dictaduras sudamericanas, con inefables medios como O Globo en franca complicidad. Dejó un tendal de al menos medio millar de muertos (sin contar los pueblos originarios arrasados) y decenas de miles de torturados y vejados. Nunca se ocultó el estrecho vínculo entre Volkswagen y la dictadura. Aunque recién se hizo público en 2016 por la Comisión de la Verdad impulsada por la presidenta brasileña Dilma Rousseff. Como un modo extraño de expiar culpas, entonces la empresa contrató al historiador alemán Christopher Kopper, académico de la Universidad de Bielefeld, para que investigara aquella época: su principal conclusión fue que durante al menos década y media, la firma entregó «sin reservas» a sus empleados «en un momento en que el uso de la tortura por parte de la policía era conocido tanto por el público brasileño como por el alemán». Concluye su informe: fue «leal» al Gobierno, «compartiendo plenamente sus objetivos económicos y de política interna».
Lucio Bellentani era operario de la empresa y militaba en el Partido Comunista. En 1972, «dos personas con ametralladoras» del Departamento de Orden Político y Social (DOPS) lo secuestraron en su puesto de trabajo y lo torturaron dentro de la oficina de Recursos Humanos de la empresa. Ese mismo año otros seis de sus trabajadores fueron detenidos por sus actividades gremiales. Ya en 1981, el operario Geovaldo Santos fue «entregado» por sus jefes a las fuerzas y lo torturaron. Otros fueron despedidos o integraron listas negras.
En 2020, con la pandemia de COVID-19 a pleno, la automotriz llegó a un acuerdo con el Ministerio Público Federal paulista para pagar 36 millones de reales –unos seis millones y medio de dólares–, la mitad para promover iniciativas vinculadas a la defensa de los derechos humanos y a la investigación de crímenes cometidos durante la dictadura y la otra mitad para el gremio de trabajadores de la empresa, en particular los que hubieran sufrido violaciones durante esos años de terror. La hipocresía llegó al cenit cuando el director del departamento de Comunicación Histórica del Grupo VW, Manfred Grieger, la definió como «la primera empresa extranjera en enfrentar su pasado de manera transparente».
Pretendía ser el corolario de una historia que en realidad deparaba nuevos capítulos, cada vez más espeluznantes.

Complicidades y remordimientos
Se produjo un trabajo en espejo. Por un lado se publicó una investigación del historiador Antoine Acker, Volkswagen en la Amazonía: La tragedia del desarrollo global en el Brasil moderno (2017). Por el otro, las experiencias del sacerdote católico Ricardo Rezende fueron trasladadas a un concluyente informe de la Pastoral de la Tierra de la Iglesia Católica, publicado en 2019. Nadie podrá darse por sorprendido.
Solo se requirió que el fiscal laboral nacional Rafael García Rodrigues pusiera en marcha los mecanismos judiciales para corroborar esas denuncias. La respuesta, lenta aunque concluyente, conforma un expediente de 90 fojas.
Se detalla que, en los años 70, Volkswagen adquirió la Fazenda Vale do Rio Cristalino, en el sur de la selva amazónica, estado de Pará, con la excusa de diversificar sus operaciones comerciales (ganadería, por caso). La realidad fue que se benefició de exenciones fiscales y préstamos por talar la selva con el objetivo solapado de un miserable plan lanzado por el dictador Emilio Garastazú Médici –«integrar para no entregar»–, que incluía el trazado para abrir paso a la transamazónica: unos 8.000 indígenas de pueblos originarios fueron asesinados. Una de las historias es conocidas como la «massacre do Paralelo Onze». Los habitantes de la aldea Cinta-Larga, en Aripuanã, fueron envenenados por la empresa Arruda e Junqueira, que les dio azúcar con arsénico. VW los reclutaba ofreciendo trabajo y los retenía con un ejército particular cuando querían escapar de las espantosas condiciones de higiene, seguridad y salud. El testimonio de 20 sobrevivientes figura en el informe del fiscal. También una frase de Rezende: «Podía tener 6.000 personas trabajando prácticamente gratis».
En las últimas horas la automotriz enfrentó nuevamente a los fiscales. Tal vez no valga la pena detenerse en los millones que finalmente acordarán aportar para limpiar sus aparentes remordimientos.
Es inevitable emparentar esta historia con la de la connivencia de la automotriz Ford con la dictadura argentina entre 1976 y 1977, en perjuicio de 24 trabajadores de la planta que la empresa siempre tuvo en Pacheco. Esos episodios se trasladaron a una causa que marcó un hito respecto de la complicidad empresarial con el terrorismo de Estado. Por primera vez en el país, se condenó a ejecutivos de una multinacional de relevancia mundial por delitos de lesa humanidad, tras revelarse su participación en los secuestros y torturas. En diciembre de 2018, el TOF 1 de San Martín sentenció al exjefe del Cuerpo IV del Ejército, Santiago Omar Riveros. Y también al exgerente de Manufactura de la Ford, Pedro Müller (a 10 años), y al exjefe de Seguridad, Héctor Sibilla (a 12). Ya tenían 87 y 92 años, respectivamente.

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