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Nepal en llamas

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Manuel Alfieri

El bloqueo de las redes sociales ordenado por el Gobierno desató un violento estallido en las calles. Claves de una crisis que provocó la renuncia del primer ministro y pone en jaque a todo el sistema político.

Furia. Un joven exhibe la bandera de Nepal, con el palacio presidencial prendido fuego a sus espaldas.

Foto: Getty Images

Una chispa provocó un incendio en Nepal. Y no se trata de una metáfora trillada ni de una forma de decir. Las llamas arrasaron sedes partidarias, residencias oficiales, edificios públicos y hasta el imponente palacio donde funciona el Parlamento. Ningún símbolo del poder político nepalí escapó a la furia popular. Ni siquiera las viviendas particulares ni los autos de los dirigentes que, hasta hace pocos días, gobernaban el país.

El detonante fue una polémica decisión tomada por el entonces primer ministro de Nepal, Khadga Prasad Sharma Oli, histórico líder, quien a comienzos de este mes ordenó bloquear casi todas las redes sociales en territorio nacional. Entre ellas, algunas de las más usadas: WhatsApp, Instagram, Facebook, X y YouTube. La medida llegó después de que las compañías propietarias –X Corp de Elon Musk, Meta y Google, entre otras– se negaran a registrar formalmente su actividad en el país, tal como lo exige la legislación vigente. El Gobierno buscaba establecer un mínimo marco regulatorio, pero las empresas, conocidas por su reticencia al control estatal, desoyeron el pedido.

El «apagón digital» encendió la mecha. Miles de jóvenes, en su mayoría de la llamada Generación Z –nacidos entre 1995 y 2010, y habituados a vivir con el celular entre las manos– salieron a las calles de Katmandú, capital del país asiático, para denunciar lo que consideraron un claro intento de censura. El Gobierno se negó a dar marcha atrás y la violencia escaló en cada esquina. Todo aquello vinculado con la política nepalí fue blanco de ataques, saqueos e incendios. A la mujer de un ex primer ministro la quemaron viva. Al ministro de Finanzas lo lincharon y lo molieron a golpes. En las redes todavía circulan videos –cuya autenticidad no fue confirmada– en los que una turba enardecida desviste y arroja al río a ese mismo funcionario. Escenas e imágenes inéditas para una nación más conocida en el mundo por los picos del Himalaya y su gran riqueza cultural que por estallidos de violencia política como este.

Demasiado tarde
El Gobierno respondió al accionar del «Gen Z Protest» –como se autodenominó el movimiento juvenil– con una represión feroz: tropas antidisturbios, gases lacrimógenos, balas de goma y también de plomo. Al cierre de esta nota se contaban 51 muertos y más de 1.300 heridos. Organizaciones humanitarias denunciaron uso indiscriminado de la fuerza y violaciones a los derechos humanos.

Con el país al borde del colapso, el primer ministro intentó retroceder restableciendo el acceso a las redes; pero ya era demasiado tarde. Sin apoyo político ni respaldo militar, terminó presentando su renuncia. Oli subestimó por completo lo que el apagón digital podía provocar. El objetivo inicial –que las big tech se pusieran en regla– tenía todo sentido, especialmente cuando se trata de empresas con acceso a datos de millones de personas que pueden ser utilizados para operaciones políticas, maniobras de desinformación e incitación al odio. El problema fue que el bloqueo no afectó tanto a los gigantes tecnológicos como sí a los ciudadanos de a pie. En tiempos en que todo, o casi todo, pasa por las redes –las comunicaciones personales y laborales, el entretenimiento, el consumo, la búsqueda de información, el debate político, las relaciones afectivas–, el apagón fue percibido no solo como una forma de censura intolerable para una población con ánimos ya bastante caldeados, sino también como una afrenta directa a la vida diaria, que depende del uso de la tecnología y que se vuelve todavía más limitada y precaria cuando las puertas del mundo virtual se cierran abrupta y arbitrariamente.

Katmandú. Las protestas fueron encabezadas por jóvenes de la denominada Generación Z, en la capital del país asiático.

Foto: Getty Images

Otros fuegos
La crisis, sin embargo, no se explica solo por la censura digital. En 2008, Nepal abolió la monarquía y se convirtió en una república democrática. Desde entonces, el poder político y económico se encuentra en manos de un reducido grupo de familias con fuertes lazos con la antigua realeza. Muchos de sus herederos –los llamados «nepo-kids», en alusión al nepotismo imperante– hoy ocupan importantes cargos en el Estado y exhiben en redes sociales su lujoso estilo de vida. «Hijos de», «sobrinos de» y «nietos de», que alimentan la percepción de que la nación asiática está en manos de una pequeña elite privilegiada que gobierna a espaldas de las mayorías.

El Partido Comunista, en el poder desde 2018, intentó revertir esas desigualdades con planes de asistencia económica, programas de acceso gratuito a la educación y la salud, y viviendas sociales. Pero los resultados fueron limitados ante problemáticas históricas y estructurales: la pobreza persiste, el trabajo informal crece y la emigración hacia India o China, los dos gigantescos vecinos, aparece como la única alternativa para miles de jóvenes. «Somos la generación que estudió, que aprendió inglés, que soñó con algo distinto a partir de la democracia, pero seguimos atrapados en un sistema controlado por tres familias», dijo una manifestante en medio de las protestas. La frase resume la mezcla de descontento y desilusión que atraviesa al país entero.

Al cierre de esta edición, Nepal se encontraba sin primer ministro designado y con el Parlamento paralizado. Regía el toque de queda y el Ejército intentaba controlar las calles. Los manifestantes, por su parte, exigían la formación de un Gobierno transitorio encabezado por Sushila Karki, una exjueza de la Corte Suprema conocida por su postura de «tolerancia cero» ante la corrupción. Karki no está directamente alineada a ningún partido político, por lo que es percibida como una figura independiente. Consultada por la prensa, se mostró dispuesta a asumir el cargo para liderar el proceso hacia la realización de nuevas elecciones.

Mientras tanto, la incertidumbre manda. El fuego en las calles fue controlado y sofocado. Nadie sabe qué sucederá con el otro fuego, el que nació de la indignación y el malestar social, muchísimo más intenso y difícil de apagar.

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