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Otra de tahúres

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Néstor Restivo

La quiebra del banco Silicon Valley expone la preeminencia del poder financiero sobre la política, alentado por desregulaciones de demócratas y republicanos.

«La pelota envenenada del sobreendeudamiento pasó de mano en mano, quedando in fine a cargo de los Estados que corrieron a socorrer a las finanzas según el buen principio: “Privatización de la ganancias, socialización de las pérdidas”». Isaac Joshua («La crisis de 1929»)

«Pues si bien el imaginario del New Deal alentaba las esperanzas de reformas sociales y económicas fundamentales dentro del marco del capitalismo, también despertó el pánico entre los líderes empresariales y financieros y provocó un contraimaginario»Sheldon S. Wolin («Democracia SA»)

Luces de alarma. Biden rumbo a una conferencia, tras el colapso del banco californiano. Busca avanzar con una regulación más fuerte, aunque enfrenta un Congreso divido.

Foto: Télam

La quiebra –y sus ecos– del banco Silicon Valley, muy importante para las nuevas empresas (startups) tecnológicas que se fondeaban con él y han dinamizado el ciclo económico actual, volvió a poner sobre el tapete el poder demoledor de la financiarización sobre la economía. En la historia no solo de los negocios sino de la alta política de EE.UU. ese rasgo del capitalismo global ha sido un factor gravitante, en especial desde la crisis de 1929, cuando la capacidad de destrucción del mundillo financiero se hizo oír fuerte por primera vez, sacudiendo los cimientos del sistema. Pero entonces la política y la producción predominaban sobre los especuladores financieros, lo que hoy no ocurre.
En los propios Estados Unidos, John K. Galbraith, Charles Kindleberger o más recientemente Paul Krugman, el egipcio marxista Isaak Johsua y otros han abordado diversos análisis e historiado el poder de fuego de los bancos y los intentos de los Gobiernos para regularlos. Ahora pasa igual. El debilitado presidente Joe Biden promete, sin dejar de asegurar que la casa está en orden, que se controlará más al tahúr.
Tras el crack bursátil de 1929 en Nueva York, y el reemplazo electoral del republicano Herbert Hoover por el demócrata Franklin Roosevelt, se aprobó la ley Glass-Steagall en el marco del llamado New Deal. La ley creó la Corporación Federal de Seguros de Depósitos y otras normas para evitar la especulación y, sobre todo, para dividir radicalmente la banca minorista para el público corriente de la banca mayorista o de inversión, donde se juega en otro nivel muy superior y diverso de inversiones. El hecho de que un mismo banco operara en ambos juegos se había revelado un peligro explosivo. Asimismo, se crearon bancos estatales, federales o locales, y una ley antimonopolio.
Irónicamente fue otro presidente del Partido Demócrata, muchos años después, quien derogó esa ley típicamente regulatoria y keynesiana: Bill Clinton, en 1999. Lo hizo tras la demolición intelectual que los neocons y la escuela monetarista venían haciendo desde los años 70 contra toda vigilancia estatal del «libre mercado». Con Clinton, el Capitolio reemplazó aquella ley Glass-Steagall de 1933 por la Ley de Modernización de Servicios Financieros, o bien Ley Gramm-Leach-Bliley. Y fue un hito clave de la financiarización, ya que permitió riesgos exagerados (no para los bancos, sino para los clientes) y el llamado «apalancamiento» donde, cuando todo estalla, pierden siempre los incautos últimos eslabones de la timba. En los corrillos siempre se supo que esa ley salió justo a tiempo para permitir la conversión del tradicional Citibank en el grupo Citigroup, un holding con muchas más ramificaciones y segmentos de negocio. Desde entonces, el Citi, como también Goldman Sachs y otros pulpos, vienen ocupando puestos en áreas clave del Gobierno como el Departamento del Tesoro, la Reserva Federal (Fed, banco central) u otros organismos del Estado que operan sobre los negocios y el dinero.
Así, en el trámite político, los dos partidos que se reparten el gobierno en Estados Unidos, mientras una mayoría de la población no vota, fueron siendo colonizados por el poder bancario. Ese sector financiero, con sus instituciones y fondos cada vez más gigantescos, hoy tiene mayor tamaño que países enteros. Solo el SVB, sin ir más lejos, tenía al quebrar (habiéndose evaporado bastante más en los días previos) unos 175.000 millones de dólares en depósitos y 209.000 millones más en activos. Hay países como Nueva Zelanda o Grecia cuyos PIB son inferiores a esas cifras. O Argentina misma si se suman ambos montos. Nunca en la historia los bancos y fondos que operan precios de los mercados con los que no tienen relación ni interés directo (soja, cobre, petróleo, hipotecas, etcétera), salvo especular con su precio futuro, habían alcanzado semejante fuerza.

Capacidad destructiva
En 2008 sobrevino la crisis que hizo estallar al tradicional Lehman Brothers, la llamada crisis de las «subprime», títulos hipotecarios que se empaquetaron para ser operados en los mercados y, ante la abrupta suba de tasas de interés, o sea el mismo fenómeno que ahora fue la chispa de esta crisis, iniciaron un desparramo como efecto dominó que derrumbó a bancos, empresas y en particular familias. Y volvió a hablarse de cómo regular mejor a la bestia… Fue la peor catástrofe financiera de Estados Unidos y con ramificaciones a todas partes desde la de 1929.
Llegó otro demócrata (es decir, del Partido Demócrata), Barack Obama, y dijo que endurecería los controles al sector bursátil, bancario y financiero. Promulgó la Ley de Reforma y Protección al Consumidor de Wall Street en 2010. Más conocida como ley Dodd-Frank, estableció nuevas agencias oficiales de supervisión y al mismo tiempo se impulsó la «regla Volcker», llamada así porque fue Paul Volcker, exjefe de la Fed y asesor de Obama, quien la impulsó. La norma ensayó una restricción a la capacidad de los bancos de apalancarse o derivar los depósitos de sus clientes en fondos y otros mecanismos, para garantizar su preservación. Pero con el tiempo, fue «suavizada» por la misma Fed.
Tras cartón llegó Donald Trump y su Ley de Crecimiento Económico, Alivio Regulatorio y Protección al Consumidor de 2018, la cual les permitió a las entidades financieras con menos de 250.000 millones de dólares en activos evitar el monitoreo obligatorio de la Fed, cuando el límite anterior era de 50.000 millones. Es decir, la ley de Trump eximió a los bancos más pequeños de las estrictas regulaciones y relajó las reglas que los grandes bancos tenían que seguir, según criticó estos días el senador del Partido Demócrata y más a la izquierda que sus colegas, Bernie Sanders. Esto dijo: «Seamos claros. La quiebra de Silicon Valley Bank es el resultado directo de un absurdo proyecto de ley de desregulación bancaria de 2018 firmado por Trump al que me opuse firmemente». Sin autocríticas, esta vez, de lo hecho también por Clinton y Obama, ambos de su partido, Sanders reclamó recordar las lecciones del colapso de Wall Street de 2008 y el escándalo de Enron, la empresa de energía que timbeaba y cuya «contabilidad creativa» desparramó desgracias en EE.UU. y otros lugares en 2001. El distraído Trump, en estas horas, aportó nafta al fuego: «Tendremos una Gran Depresión mucho más grande y poderosa que la de 1929. Como prueba, los bancos ya comenzaron a colapsar».
Llegamos al escenario actual. Ahora es de nuevo un demócrata, Joe Biden, quien dice que frente a la quiebra del gigantesco banco con sede en Santa Clara, California, tierra de sueños, va a aplicar bien y de una buena vez por todas esa ley que hace 13 años proyectaron los legisladores demócratas Chris Dodd y Barney Frank.
Habrá que ver; en el actual Congreso de EE.UU., votado en 2022, su partido retuvo el control del Senado (51 escaños contra 49 del Partido Republicano, que aspiraba a ganarlo) pero no la Cámara Baja, donde hay 222 representantes de la oposición contra 212 oficialistas. Si bien la «marea roja» y trumpista que algunos esperaban no se cumplió, Biden y el Partido Demócrata apenas salvaron las papas. Y eso condicionará toda su segunda mitad de mandato. También, lo que pueda hacer frente a Wall Street.
Es posible que por un tiempo se calmen las aguas y se evite un efecto contagio o dominó; ya están operando en sintonía los grandes bancos centrales de Occidente para sostener la estantería, pero cimbronazos o caídas como las que siguieron al SVB –las de los bancos Signature, Silvergate, First Republic o Credite Suisse– prendieron las luces de alarma. ¿Quién sabe? Pero las bases fundamentales de la capacidad destructiva del sistema financiero siguen intactas. La ambición no descansa.