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Manuel Alfieri

La llegada de migrantes creció en 2021 y se acerca a los peores años de la crisis. Las causas del éxodo y la respuesta de mano dura del bloque comunitario.

Derivas. Desembarco de una lancha en Inglaterra, tras un rescate mientras intentaban cruzar el Canal de la Mancha, en noviembre.

AFP/DACHARY

Parecía un tema olvidado, opacado por las peripecias de un mundo en el que las malas noticias no dan descanso. Pero detrás de la pandemia, de los conflictos políticos, de los estallidos sociales, de las catástrofes naturales y de tantos otros problemas que ocupan a diario las pantallas de televisores y celulares, se esconde un drama silencioso que sigue vigente y que, incluso, crece cada vez más: la crisis migratoria.
Así lo indican los datos difundidos a fines de enero por Frontex, la agencia europea que se ocupa del control de fronteras. Durante 2021, 196.000 «migrantes irregulares» abandonaron sus países y pusieron los pies en el Viejo Continente, con la esperanza de escapar a la guerra, el hambre y la muerte. Se trata de un 57% más que en 2020, año en que las restricciones por la pandemia frenaron casi cualquier posibilidad de viaje. El número, sin embargo, es también un 36% mayor al de 2019, cuando el coronavirus no estaba en las noticias. Y está muy cerca de la cifra alcanzada en 2017, uno de los peores registros de la última década, con 204.000 migraciones de este tipo.
La gran mayoría de los arribos se da por mar: uno de cada tres llega a las costas europeas a través del Mediterráneo. La travesía es encarada por familias enteras, con chicos, mujeres embarazadas y ancianos, que pagan fortunas para subirse a precarias embarcaciones. Muchos se quedan a mitad de camino: según la Organización Internacional para las Migraciones, el año pasado 1.692 personas perdieron la vida en ese peligroso periplo. Desde 2014 se contabilizan un total de 23.150 muertes o desapariciones. Organismos de derechos humanos aseguran que las víctimas fatales son todavía más, ya que muchos de los naufragios que se dan en ese verdadero cementerio de agua ni siquiera se incluyen en los registros.
A pesar de eso, los migrantes continúan jugándose el pellejo en cada cruce. Huyen de países africanos y de Oriente Medio, donde las oportunidades son escasas y los peligros abundan. La violencia, la inseguridad y la pobreza son los principales motivos por los que deciden emigrar de su tierra de origen, aún a sabiendas de que quizás nunca lleguen a destino. A eso se suma la desigualdad, que se profundizó en el último tiempo. «La pandemia acabó con empleos y ahorros, generalizó el hambre y obligó a la niñez refugiada a dejar la escuela», precisa ACNUR, la agencia de la ONU para los refugiados, que registró 84 millones de desplazamientos forzados en todo el mundo en 2021. La cifra creció por décimo año consecutivo.
Ante ese panorama, la Unión Europea (UE) responde con mano dura y represión: más controles, más límites a la permanencia de los migrantes y expulsiones lo más ágiles posible. De hecho, en la primera mitad del año pasado, Frontex ejecutó 8.000 retornos, el número más alto desde su nacimiento en 2004. Al tiempo que exige más recursos y más personal para hacer frente al aluvión migrante, la agencia que custodia las fronteras también acumula denuncias por violaciones a los derechos humanos. Ocurre que, a diferencia de otros tiempos, los refugiados no son recibidos con los brazos abiertos, sino más bien con palos y humillaciones. El italiano Filippo Grandi, jefe de ACNUR, sostiene que «las prácticas de algunos Estados son muy preocupantes» y cuestiona la violencia que se registra en las expulsiones de migrantes, que muchas veces se hacen «desnudándolos y empujándolos a ríos o dejándolos ahogarse en el mar».

Vallas y estigmas
Muy crítico es también el papa Francisco, quien a fines del año pasado visitó el campo de refugiados del poblado griego de Mavrovouni, donde residen más de 2.200 personas. «Detengamos este naufragio de la civilización», dijo el sumo pontífice desde ese lugar, que fue construido especialmente por la UE y que, al igual que muchos otros centros de acogida, es un espacio cerrado, sin libertad de movimiento y con estrictos controles. La similitud con una cárcel es tan grande que Amnistía Internacional denunció reiteradamente la violación de las normas internacionales de protección a los refugiados, tanto en ese campamento como en otros del bloque comunitario.
Por otro lado, ya hay una decena de países europeos que colocaron vallas en sus fronteras e incluso algunos proyectan la construcción de muros al mejor estilo Donald Trump. Ese blindaje es acompañado por un discurso xenófobo que los referentes de la ultraderecha repiten a coro, con el fin de convertir al extranjero en chivo expiatorio de casi todos los males que aquejan al Viejo Continente: son terroristas, delincuentes y le quitan el trabajo a los europeos. Algunos incluso han llegado a decir que los inmigrantes musulmanes son el caballo de Troya del islam para «dinamitar» Europa.
Lo preocupante es que, guiados por las encuestas, muchos Gobiernos de la región adoptan ese mensaje. Y no solo los conservadores: en algunos casos también lo hacen los socialdemócratas, que derechizan el discurso e impulsan medidas para mantener a los refugiados a la mayor distancia posible de sus pasos fronterizos. Los expertos señalan que la estrategia europea para contener la presión migratoria no solo es contradictoria con su tradición, sino que además dio escasos resultados. Lo que viene, auguran, será aún peor. Y recuerdan que, mientras las cosas no cambien en África y Oriente Medio, la gente que vive allí seguirá jugándose la vida para llegar a Europa o a cualquier otro rincón del mundo donde encuentre refugio, trabajo o algo parecido a un futuro.

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