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Regreso sin gloria

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Manuel Alfieri

Joe Biden anunció el retiro total del ejército cuando se cumplan 20 años de la ocupación estadounidense. Los costos humanos y económicos de una guerra abierta.

Ida y vuelta. Un grupo de soldados de EE.UU. proveniente del país asiático arriba a una base militar en Nueva York, a fines de 2020. (John Moore/Getty Images/AFP)

El 11 de octubre de 2001, un mes después de los atentados contra las Torres Gemelas y el Pentágono, el entonces presidente George W. Bush brindó una conferencia de prensa para explicar los detalles de la nueva aventura militar estadounidense en Afganistán. El mandatario se dirigió a una población aterrorizada a la que prometió una victoria segura. Sobre lo que no pudo dar ninguna certeza fue acerca de la duración de la guerra.
Bush dio aquel discurso en el Salón de Tratados de la Casa Blanca, el mismo escenario que el actual presidente, Joe Biden, escogió para anunciar la retirada definitiva de las tropas estadounidenses de Afganistán. Fue el 14 de abril, casi 20 años después de que comenzara la incursión en el país asiático, donde finalmente no hubo triunfo para celebrar. Por el contrario, la bautizada «guerra eterna» se convirtió en la más larga de la historia de Estados Unidos.
«Soy el cuarto mandatario que gobierna con la presencia de tropas en Afganistán. No le pasaré esta responsabilidad a un quinto», aseguró Biden, quien explicó que la retirada culminaría en una fecha cargada de simbolismo: el próximo 11 de septiembre, cuatro meses después de lo que inicialmente había pactado su antecesor, Donald Trump, con los talibanes. Ese día, en pleno 20° aniversario del ataque que paralizó al mundo, los últimos soldados desplegados en suelo afgano –actualmente hay entre 2.500 y 3.500– volverán a sus casas. Luego del anuncio, la OTAN confirmó que también pondría fin a su misión, en la que participan 9.600 miembros de 36 países.
Habrá que ver si el nuevo inquilino de la Casa Blanca cumple con su palabra: no sería la primera vez que un presidente estadounidense promete algo vinculado con Afganistán que finalmente no ocurre. El primero de ellos fue Barack Obama, quien apenas llegó al poder se comprometió a retirar todas las tropas. Si bien pasó de 40.000 a 10.000 soldados en pocos años, todo quedó ahí. Luego fue el turno de Trump: dijo que obtendría una victoria y pondría fin al conflicto. Pero no pasó ni una cosa ni la otra. La decisión de Biden no fue sorpresiva. Distintos analistas coinciden en que, después de dos décadas, EE.UU. no cumplió sus objetivos en Afganistán y no tiene ninguna perspectiva de victoria –o algo parecido– por delante. Jacob Heilbrunn, editor de la revista The National Interest, sostiene que la Casa Blanca no pudo concretar dos de sus máximas aspiraciones en territorio afgano: derrotar a los talibanes y moldear al país a favor de sus intereses.
Por otro lado, la guerra ya no es redituable en términos políticos ni económicos. A excepción del apoyo que mantiene entre los republicanos más guerreristas, la presencia en Afganistán no cuenta con la enorme popularidad que supo tener a comienzos de siglo. Además, es extremadamente costosa: según estimaciones de la Universidad de Brown, en estos 20 años se gastaron 2,3 billones de dólares, la cifra más alta destinada a un conflicto bélico por parte de EE.UU. después de la Segunda Guerra Mundial. Sin un triunfo en el horizonte, Biden prefiere poner los billetes que se derrochan en Afganistán en el paquete de ayuda social que lanzó para paliar los efectos de la pandemia. De ese modo, podrá girar un fenomenal caudal de dinero a los bolsillos de los trabajadores estadounidenses, más preocupados por su situación económica que por lo que ocurre en un olvidado país a miles de kilómetros de distancia.

Efectos devastadores
El anuncio presidencial también expresa un giro en la política exterior del Gobierno. Como confió un funcionario de la Casa Blanca a The Washington Post, el país ya no tiene las mismas preocupaciones geopolíticas que hace 10 o 20 años: los ojos ahora están puestos en China, Rusia, Corea del Norte e Irán, y no tanto en Irak o Afganistán. El propio Biden reconoció que ya no tenía sentido enfocarse exclusivamente en el país asiático, debido a que el «terrorismo se ha dispersado y ha hecho metástasis en todo el mundo».
Lo que el presidente demócrata omitió deliberadamente en sus declaraciones sobre el tema son los devastadores efectos del paso de su país por Afganistán. La Universidad de Brown registra más de 170.000 personas fallecidas desde el inicio de la invasión, mientras que la ONG Save The Children cuenta al menos 26.000 niños muertos o gravemente heridos.
En su histórico rol como gendarme del mundo, EE.UU. prometió que con la invasión contribuiría a consolidar la democracia, proteger los derechos humanos, acabar con el terrorismo, modernizar la economía y mejorar los sistemas de salud y educación afganos. Nada de eso sucedió. Entrevistado por el sitio Democracy Now!, el profesor universitario Zaher Wahab, que trabaja en Washington y Kabul, consideró que «la ocupación y el consiguiente derramamiento de sangre han destruido el país, su economía, sus instituciones, su infraestructura, su educación, su forma de vida y las relaciones entre los diferentes grupos étnicos: ha sido lisa y llanamente una catástrofe».
Se abre un panorama de incertidumbre de cara al futuro. Nadie tiene en claro qué ocurrirá una vez que las últimas tropas se marchen, si es que eso efectivamente ocurre en septiembre. Sin un proceso de paz fructífero a la vista, muchos analistas prevén inestabilidad y un agravamiento del conflicto entre el débil Gobierno afgano –respaldado por EE.UU.– y los talibanes, que amenazan con recuperar el poder perdido en 2001.
Si eso sucede, la «guerra eterna» habrá terminado para Estados Unidos. Pero no para Afganistán.