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Un presidente asediado

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Alejandro Pairone

A 15 meses de asumir, Pedro Castillo ya enfrentó tres intentos de destitución por vía parlamentaria. La debilidad del Gobierno en un país en permanente crisis.

Lima. Castillo ofrece una conferencia de prensa en el Palacio de Gobierno. La oposición volvió a presentar una demanda constitucional en su contra, en octubre.

Foto: AFP Photo/Peruvian Council of Ministers/Gonzales

Sumergido en una crisis política e institucional de al menos cuatro años que se agrava cada día, Perú navega una tormenta perfecta de consecuencias impredecibles para un sistema político degradado y carente de prestigio social. Y con un presidente, Pedro Castillo, que se encuentra bajo asedio permanente y no logra poner en marcha un Gobierno que formalmente inició hace solo 15 meses, el 28 de julio de 2021.
Desde su asunción enfrentó tres intentonas destituyentes por vía parlamentaria, la primera de la cuales ocurrió apenas a cuatro meses de jurar el cargo, en noviembre de 2021, por «incapacidad moral permanente». Por igual motivo sufrió la segunda, en marzo de 2022. Ambas fracasaron. La tercera se inició en octubre, impulsada por la Fiscalía General que lo acusa de liderar una organización criminal que se apoderó del Estado para hacer negocios ilegales con fondos públicos en beneficio propio, de su familia y de empresarios amigos o asociados.
A ellos se suman al menos dos docenas de denuncias por supuestos delitos que van desde hechos de corrupción en cada medida de Gobierno, como designaciones de jefes militares o asistencia financiera a organismos públicos, hasta el más reciente por «Traición a la patria», basada en que Castillo opinó que Perú debería ayudar a Bolivia a obtener una salida al mar.
Las cabezas de los tres poderes del Estado gozan en Perú de inmunidad y solo pueden ser judicializados previo proceso que se tramita en una subcomisión especial del Congreso, y que requiere aprobación de dos tercios del cuerpo para el enjuiciamiento que realizará luego la Corte Suprema de 16 miembros. Esos dos tercios fueron hasta ahora el dique que mantuvo a Castillo con vida.
Al asedio judicial sobre la Casa de Pizarro, sede del Gobierno, se suma un clima de caos construido por el bombardeo de los medios de comunicación que a diario denuncian intrigas palaciegas y escándalos de corrupción. En cada capítulo se complejizan con tramas narrativas donde aparecen arrepentidos anónimos, testaferros y testigos protegidos, mientras desaparecen expedientes, documentos oficiales y videos de cámaras de seguridad. En su gran mayoría son ficciones, pero cada tanto dan con un caso real que involucra a funcionarios o miembros de la familia presidencial, con cuñados y sobrinos que se fugan cuando una fiscalía les pide explicaciones sobre negocios poco claros. Hasta allanaron el Palacio de Gobierno buscando a una hermana de Castillo.
La inestabilidad y el conflicto político son constantes en Perú desde la caída del dictador Alberto Fujimori (1990-2000) y se agudizó en 2018 con la destitución del presidente Pedro Pablo Kuczynski, seguida por el derrocamiento de su reemplazante Martín Vizcarra en 2020, y del interino que lo sucedió, Manuel Merino, una semana después. Francisco Sagasti pudo cerrar el mandato 2016-2021 iniciado por Kuczynski. Además, todos los presidentes de este siglo (Alejandro Toledo, Ollanta Humala, Kuzcynski y Viscarra) están bajo proceso por supuesta corrupción. Alan García se suicidó en 2019 cuando la Policía ingresó a su casa para arrestarlo.
De 53 años, Castillo es un dirigente sindical del gremio docente de la región cordillerana de Cajamarca, mil kilómetros al norte de Lima, donde en 1532 los españoles capturaron al inca Atahualpa. Sin experiencia en la política nacional, encabezó la fórmula de Perú Libre, un mosaico de organizaciones de izquierda lideradas por el dos veces gobernador de Junín, Vladimir Cerrón, un singular personaje que posee a la vez posturas revolucionarias y posiciones morales misóginas y conservadoras.

Un mar de inestabilidad
Perú Libre ganó las elecciones en nombre de los perdedores del modelo económico ultraliberal de Perú, con promesas de cambio radical para mejorar sus vidas, nacionalizar los sectores estratégicos, garantizar el derecho a la salud, la educación y la vivienda, y reformar la Constitución de Fujimori aún vigente.
Pero aquellas ilusiones pronto se diluyeron en un mar de inestabilidad. Por ejemplo, en sus 15 meses de gestión cambió 70 ministros (promedio de uno por semana). El caso extremo fue el premier Héctor Valer, que duró solo cuatro días.
Las sucesivas crisis y la imposibilidad de consolidar la alianza progresista que lo llevó a la presidencia lo dejaron al frente de un gabinete caótico y contradictorio, virtualmente «loteado» entre factores de poder, en el que delegados del sector financiero, el agronegocio y la minería coexisten con militantes de organizaciones políticas y movimientos sociales. Por el momento, ese es su pasaporte de supervivencia.
Castillo quedó, además, atrapado en la maquinaría opositora que domina el Parlamento unicameral de 130 miembros, en el que carece de mayoría y donde anidan 10 bloques que frenaron todas sus iniciativas. Hasta le negaron permisos para viajar a Colombia a la asunción de Gustavo Petro, y a Roma para verse con el papa Francisco. Apenas logró reunir un puñado de fuerzas progresistas que impiden, por ahora, la mayoría de votos para su destitución.
Acorralado, ve cómo cada día su Gobierno se aleja de la consideración social. El último informe de opinión pública del Instituto de Estudios Peruanos reveló que el presidente solo tiene una adhesión del 28% de la sociedad, y que el 61% lo cree culpable por los delitos que le adjudican, aun cuando la consideración del Congreso, su principal acusador, cae al 12%.
Esa es la tormenta perfecta con claros ganadores que capitalizan que Castillo llegó a la presidencia al frente de un grupo político heterogéneo desde la periferia de la periferia, sin estructura ni experiencia de gobierno, sin cuadros ni inserción territorial, y con dudosa capacidad para conducir el Estado. El resultado es la debilidad del sistema político que el poder económico primario, extractivista y transnacionalizado alimenta porque le permite continuar sus negocios sin que el Estado lo incomode con derechos sociales, salario digno, impuestos, regulaciones o protección ambiental, entre otros incordios.
Ese poder económico, además, interviene en la política a través de los medios de comunicación y de los partidos de derecha y extrema derecha referenciados en el bloque que lidera Keiko Fujimori (hija del dictador), quien perdió en segunda vuelta las dos última elecciones (2016 y 2021) y todavía se niega a reconocer la derrota.
En su pelea por la supervivencia, Castillo buscó y logró el apoyo de la Organización de Estados Americanos (OEA), que por unanimidad en octubre pasado se solidarizó con el presidente y anunció el envío de una Misión de Alto Nivel de siete cancilleres, entre ellos el argentino Santiago Cafiero, para abrir canales de diálogo que permitan sortear la crisis institucional. La OEA manifestó su «respaldo a la preservación de la institucionalidad democrática y a la democracia representativa en el Perú», en una declaración que es todo un diagnóstico.

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