9 de mayo de 2023
En nombre de la «gran misión civilizatoria», la Corona y el poder político impusieron su dominio emprendiendo invasiones y guerras cuyos efectos aún perduran.
Oceanía. Isabel II y el príncipe Felipe llevados en canoas en Tuvalu, durante el Tour Real del Pacífico Sur (1982).
Foto: Getty Images
La historia oficial del imperio británico, lectura obligada de toda la niñez inglesa por décadas, fue Our Empire Story, un cándido compendio de las supuestas bondades del colonialismo del Reino Unido, su «gran misión» civilizatoria. Hace 10 años, se publicó en Argentina la traducción del libro que hizo trizas ese relato, El imperio británico. Resistencia, represión y rebeliones. El otro lado de la historia. Editado por Capital Intelectual, allí Richard Gott, historiador inglés egresado de la Universidad de Oxford, despliega un tremendo recorrido de lo que realmente significó aquella misión y el rechazo que suscitó.
Escribe Gott: «Aunque a veces pudieron contar con un puñado de amigos y aliados, jamás fueron huéspedes bienvenidos, pues la expansión del imperio era inevitablemente conducida como una operación militar». Gott también describe el sufrimiento y muerte en batallas o enfermedades no solo de quienes sufrían la invasión, sino de miles de soldados, convictos y colonos que eran reclutados para las tareas de conquista. Y desde ya, enfrentaron resistencias indígenas, rechazo a formar parte del sistema colonial sometidos a «Su Majestad», rebeliones de los mismos colonos blancos contra la metrópolis o revuelta de esclavos, tales los cuatro tipos de acciones en forma de respuesta que el autor identificó en su investigación. Desde tan cerquita de los palacios reales como Irlanda del Norte o Escocia hasta tan lejos como la India, pasando por medio mundo, rebelaron para el autor que se parecieron más «a las gestas de Gengis Khan o el huno Atila que a las de Alejandro Magno», y por tanto prevé que «algún día los gobernantes del imperio británico serán considerados, junto a los dictadores del siglo XX, como los autores de crímenes contra la humanidad a una escala infame».
El trabajo de este historiador abarca las resistencias desde 1755 (con Jorge II en el trono) hasta 1857 (con la Reina Victoria), es decir casi el siglo que va desde el llamado Pozo Negro de Calcuta, donde el apresamiento de ingleses sirvió de excusa para la ocupación, hasta el Gran Motín de la India, una de las primeras rebeliones en ese país, «joya de la corona», contra Gran Bretaña. En el medio hubo muchos otros sucesos, como entre tantos los intentos de someter a ese puerto estratégico que era Buenos Aires, cuyos habitantes, como sabemos (porque aquí también tuvimos nuestros manuales de historia) rechazaron con armas y aceite hirviendo las «invasiones inglesas» capitaneadas por Beresford, Popham o Whitlocke, el que más sufrió la derrota porque fue declarado indigno e incapaz de servir a Su Majestad (entonces, Jorge III) en otras aventuras militares.
Injerencia y desastre
Otro libro de reciente aparición, de Ezequiel Kopel (La disputa por el control de Medio Oriente, misma citada editorial), habla de desastres más cercanos en el tiempo producidos por los británicos —y otros colonialistas europeos: su caótica disputa intra-imperios y su no menos turbulenta salida de África y Asia tras las grandes guerras del siglo XX, que generaron todo tipo de conflictos con consecuencias que siguen hasta el día de hoy. Un hecho emblemático de esa irresponsabilidad histórica fue el pacto Sykes-Picot, con el cual ingleses y franceses, con complicidad rusa, se repartieron Medio Oriente en 1916 (en tiempos de Jorge V). Aunque no todas las divisiones de ese territorio tan particularmente complejo se produjeron solo por injerencia imperial (también operaron voluntades de líderes autóctonos, dice Kopel), otras como los límites de Irak o Siria son vistos por muchos musulmanes, en especial por los yihadistas, como ficticios e inventados por el Occidente invasor. Lo que sucedió tras la Segunda Guerra Mundial en Palestina con la retirada de los europeos y la resolución de la Organización de las Naciones Unidas sobre el Estado de Israel (Jorge VI) también tuvieron efectos sangrientos que siguen al día de hoy. Y ni que hablar de la Conferencia de Berlín de fines del siglo XIX (Reina Victoria) en la que potencias imperiales se repartieron África dividiendo sus fronteras con una regla, lo cual aún al presente redunda en conflictos armados interminables. ¿Qué diría de todos estos episodios ya no el Santo Padre que vivía en Roma, sino el o la monarca británico de turno?
El libro de Kopel repasa la caída del imperio Otomano, el descubrimiento (y el saqueo) del petróleo en los países que lo poseían a manos de Inglaterra y su alumno predilecto Estados Unidos luego, el conflicto en torno al Canal de Suez (a partir de aquí, ya con Isabel II), las guerras de El Líbano o la puja israelí-palestina y los condicionantes que siempre supuso la herencia colonial, en especial británica.
En otro libro del autor de esta nota junto con Gustavo Ng, Todo lo que necesitas saber sobre China (Editorial Paidós) recogemos la historia del enviado del rey Jorge III a la corte Qing en 1793. Lord Macartney no solo no quería saludar al emperador chino como correspondía en la tradición dinástica, entonces manchú, lo cual le valió un largo tiempo de espera a ser recibido, hasta que negoció, sino que tampoco pudo venderle ni un alfiler, porque el Reino del Medio se consideraba autosuficiente y más avanzado que los brutos bárbaros pelirrojos desde hacía siglos. Fueron los cañonazos de las guerras del Opio (ambas, con nuestra ya conocida reina Victoria en su trono) contra Hong Kong, Guangdong (Cantón) y otros territorios costeros los que finalmente abrieron el apetecible mercado chino para los ingleses, en el inicio de un siglo de humillación al que siguieron invasiones de otros países europeos y luego de Japón, hasta la instauración de la República Popular China en 1949 (todavía con Jorge IV, pero ya con Isabel a poco de inaugurar su largo reinado, que terminó con su tardía muerte en 2022).
Todavía en 1982, cuando el gigante asiático ya había comenzado a ponerse de pie, Margaret Thatcher, envalentonada por la victoria británica en Malvinas, quiso cambiar el cronograma y prorrogar el dominio de su realeza sobre Hong Kong, lo que fue rechazado de cuajo pero con una sonrisa por Deng Xiaoping.
A la hora del té
De todas estas historias, hay dos personajes leales al imperio que vale la pena citar. Uno fue Lord Elgin, integrante de una poderosa familia que vivía de la teta real. Fue quien ordenó la imperdonable acción de quemar el magnífico Palacio de Verano, de Beijing, durante la guerra del Opio contra China, cuidadoso de robar antes algunas obras de arte que envió a Londres. Ladrón a tiempo completo, es el mismo que robó el friso del Partenón griego, por eso conocido también, entre los británicos, como «los mármoles de Elgin»; el plural es porque no se llevó sólo el friso.
Otro personaje es el general George Gordon, un carnicero también de la guerra para quebrar al imperio de los Qing a quien con cariño llamaban «El Chino». Terminada su tarea allí, viajó a África y participó de la no menos cruenta conquista de Sudán. Allí se encontró con la resistencia de Muhamad Ahmad y la cabeza de Gordon terminó exhibida en una pica. «Qué horror», habrá dicho al enterarse Su Majestad mientras tomaba el té en el Palacio de Buckinham.