31 de octubre de 2025
A espaldas del presidente Lula Da Silva, el gobernador bolsonarista del estado carioca organizó un operativo militar contra la mafia narco que se convirtió en una masacre. La estrategia de la DEA como telón de fondo.

Guerra. Fuerzas militares avanzaron a sangre y fuego por las calles de las favelas de Penha y Alemao.
Foto: Getty Images
El presidente de Brasil, Luiz Inácio da Silva, estaba en Malasia negociando con su par estadounidense, Donald Trump, las desaveniencias arancelarias entre sus países, cuando se enteró de que Río de Janeiro ardía.
Ya se sabe que, desde el alba del 28 de octubre, una task force compuesta por 2.500 efectivos de la Policía Civil y Militar del estado en cuestión, invadió por tierra y aire, con helicópteros, drones y vehículos blindados, las favelas de Penha y Alemao, habitadas por casi 300.000 personas. Cumplían una orden del gobernador local, el bolsonarista Claudio Castro, cuyo propósito era vulnerar al Comando Vermelho (CV), la mafia narco más influyente del lugar.
Los uniformados tuvieron el tino de filmar el asunto. Y a tal registro solo le faltó la melodía wagneriana de La cabalgata de las valkirias para consumar así una especie de remake del ataque al feudo camboyano del coronel Kurtz, en el filme Apocalypse Now. Su saldo, que incluyó torturas, ejecuciones sumarias y decapitaciones, araña, por ahora, unos 135 pobladores muertos. Río de Janeiro se acaba de convertir en el corazón de las tinieblas.
El opio de los pueblos
No es la primera vez que esa ciudad se sacude al compás de aquella interna por el control del poder. Por lo pronto, también hubo pujas semejantes en otros sitios del planeta, donde el negocio clandestino de las drogas, quizás el más taquillero del presente, es una fuente inagotable de conflictos.
En 2010 –tras la crisis de noviembre con los narcos en Río de Janeiro que costó 40 vidas–, la imagen de soldados izando la bandera verde-amarela en la favela de Alemao dio la vuelta al mundo como un símbolo de la soberanía del Estado sobre el territorio gobernado hasta entonces por el CV.
Eso trajo cierta reminiscencia de lo adelantado por la Escuela de Guerra de los Estados Unidos sobre cómo se desarrollarán los conflictos bélicos en el siglo XXI: «La guerra estará en las calles, en las alcantarillas, en los rascacielos y en las casas expandidas que forman las ciudades arruinadas del mundo».
La frase resume el corpus teórico de la doctrina norteamericana de las «Nuevas Amenazas» que, junto al narcotráfico, señala situaciones tan variadas como el terrorismo, los reclamos sociales y hasta las catástrofes climáticas.
El caso brasileño se inscribe en la estrategia que recomienda la DEA en su cruzada integral contra los cárteles latinoamericanos con el propósito de controlar el fabuloso flujo monetario que se desliza a través de sus arcas. Su paralelismo más remoto: las Guerras del Opio en el siglo XIX entre Inglaterra y China, por la pretensión británica de eliminar todo obstáculo que impedía el comercio de dicha pócima en el país oriental.
El surgimiento, a fines de los 70, de los cárteles colombianos, el increíble volumen de su facturación y la posterior debacle por enfrentamientos entre estructuras rivales –alentadas por la DEA– no acabó con el negocio sino que lo llevó hacia una nueva tierra de promisión: México.
Los resultados no demorarían en manifestarse.
Desde 2007, cuando, presionado por Washington, el presidente Felipe Calderón lanzó su gran ofensiva contra el narco, la ola de violencia ha causado en ese país unos 120.000 muertos. Es la contabilidad de tres guerras simultáneas: la de los cárteles entre sí por el control territorial, la de los Zetas (integrados por exmilitares y expolicías retirados), que practican secuestros y robos contra la población, y la de los militares contra los propios ciudadanos.
De modo que el «prohibicionismo» mata más que las sobredosis.
Ahora regresemos a la problemática carioca de estos días.

Penha. Vecinos junto a los cuerpos de víctimas del ataque y un cártel que acusa al gobernador de «asesino y terrorista».
Foto: Getty Images
La jauría de los emprendedores
Ancho como nunca, el gobernador Castro no dudó en afirmar que el «Operativo Contención» –con tan criterioso nombre supo bautizar la masacre– fue un «gran éxito», y significó un «duro golpe contra el crimen organizado». Pues bien, que ordenara esta ofensiva a espaldas del Gobierno federal y justo cuando Lula se encontraba en el exterior, se enmarca en los anhelos de su jefe político, el ya encarcelado Jair Bolsonaro.
Dicho sea de paso, la pretensión de que en su cruzada también intervenga el Ejército robustece la carátula de «narcoterrorismo», a tono con los protocolos que Washington brega al respecto. Y que, por esta razón –de acuerdo con los deseos más profundos de Castro–, el bueno de Trump lo miraría con simpatía. ¿Acaso este es su éxito? Porque, más allá del costo en vidas humanas, no hay indicios de que la ferocidad policial haya vulnerado la estructura del CV.
Tanto es así que su jefe, Edgar Alves Andrade (a) «Doca da Penha», puso a tiempo los pies en polvorosa junto con su estado mayor. En consecuencia, no es imposible que ahora lidere una ola de represalias, tal como lo hizo, hace 19 años en San Pablo, el Primer Comando de la Capital (PCC), cobrándose medio millar de víctimas por una afrenta mucho menos grave: el traslado de 700 presos de esa «orga» desde una cárcel común hacia una prisión de máxima seguridad.
Ambos cárteles tuvieron, a mediados de los 80, un origen carcelario: el CV en el penal carioca Cândido Mendes, y el PCC en penal paulista Carandirú. Fue bajo la dictadura, cuando la convivencia con presos políticos los dotó de un aprendizaje organizativo que no tardaron en aplicar.
Ya sería un lugar común señalar que en los arrabales que controlan suplen al Estado en un sinfín de aspectos socioeconómicos y hasta recreativos; pero así funciona la ley de la oferta y la demanda en su versión más desesperada.
No obstante, también opera otro actor que, inexplicablemente, no tiene la misma prensa: el Escritório do Crime, la milicia parapolicial más importante de Río de Janeiro, junto con falanges similares de menor cuantía, asentadas en casi todas las grandes ciudades de Brasil.
Aparecieron al promediar la primera década del siglo. Son expolicías, exmilitares y simples civiles, quienes no dependen de las fuerzas de seguridad ni del Ejército. Y ante todo, son sicarios de elite.
Al respecto, por ejemplo, se les adjudica el crimen, en junio de 2018, de la activista Marielle Franco. Ese fue uno de sus tantos «contratos» cumplidos en tiempo y forma.
Pero sus tareas abarcan desde el «mejicaneo», el secuestro y la extorsión a narcos y a otros «malucos», hasta el acaparamiento de tierras y propiedades (las que venden o alquilan), pasando por la «administración» de servicios básicos en las favelas, como la luz, al agua potable, el gas, la TV por cable y el wi-fi, a cambio de módicas tasas.
En otras palabras, son emprendedores natos que gozan de la estima del bolsonarismo, con el que están estrechamente relacionados, al punto de ser, en ocasiones muy especiales, su fuerza de choque. Tales son las piezas de esta sangrienta partida de ajedrez.
