28 de agosto de 2013
En la ajetreada agenda de acontecimientos ocurridos en Nuestra América en lo que va del año sobresalen hechos auspiciosos tanto como otros profundamente negativos para el proceso de integración que se está desarrollando en la región. En febrero, por caso, ocurrió el abrumador triunfo electoral de Rafael Correa en Ecuador, en marzo la esperada o inesperada –según cómo se lo mire– muerte de Hugo Chávez Frías y el ajustado triunfo de Nicolás Maduro en las elecciones venezolanas. Más reciente, la asunción –por vía democrática– del nuevo gobierno en Paraguay abrió la oportunidad de que este país se reintegre a los bloques de los que fue apartado tras el desplazamiento de Fernando Lugo. Además del lamentable fallecimiento del líder regional, pareciera que las otras noticias mencionadas, junto con otras, como la incorporación de Venezuela al MERCOSUR, la presencia de CELAC (Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños) y UNASUR (Unión de Naciones Suramericanas), por primera vez, en los debates en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, o la predecible victoria electoral de Michelle Bachelet en Chile, van marcando un rumbo de consolidación de una línea progresista y de cambios sustanciales en el sur del continente.
Sin embargo, estos avances se producen en el marco de una relación dialéctica en permanente disputa con las fuerzas retrógradas de una derecha continental recalcitrante y envalentonada que pretende, bajo cualquier medio, retrotraer los efectos de este «cambio de época» a la situación que se vivía antes de 2005, cuando en Mar del Plata se terminó de concretar la derrota del ALCA.
La reacción se percibe en Venezuela, donde son constantes las operaciones contra el gobierno de Nicolás Maduro (con desconocimiento hacia el gobierno legítimamente elegido, atentados, desabastecimiento de artículos de primera necesidad); en Argentina, con la batalla que libran los grandes medios de comunicación y la derecha neoliberal contra el Gobierno nacional; y en Brasil, donde la derecha ha ido minando el apoyo a Dilma Rousseff, aprovechando las reivindicaciones de los estudiantes y otros sectores del pueblo, a las que fueron sumándole otras cuestiones como la corrupción y los excesivos gastos para el Mundial de Fútbol, logrando que la popularidad de la sucesora de Lula cayera en picada a partir de la segunda quincena de junio.
No va a ser fácil, entonces, el tránsito hacia una mayor integración suramericana. Luego del fracaso del ALCA, Estados Unidos confrontó con la llamada Alianza del Pacífico a iniciativas como el ALBA (Alianza Bolivariana de los Pueblos de Nuestra América) y la UNASUR. La Alianza del Pacífico, creada en abril de 2011, está actualmente conformada por Chile, Perú, Colombia y México, y con carácter de observadores suma a Costa Rica y Panamá. En la Declaración de Lima, constitutiva del grupo, se plantea el objetivo de establecer la «libre circulación de bienes, servicios, capitales y personas», vieja aspiración del ALCA. Es decir que, en menos de una década, Estados Unidos logró sobreponerse al golpe recibido en Mar del Plata y crear un instrumento estratégico similar, aunque por ahora limitado los países más afines a las políticas de libre mercado.
Además es preocupante, junto con todo lo anterior, la contraofensiva que Estados Unidos está desplegando hacia América Latina y el Caribe, su «patio trasero», como lo definió recientemente el secretario de Estado, John Kerry, recuperando una vieja terminología de la época de la Guerra Fría. Además de la lucha por la hegemonía económica y militar, para lo cual el país del norte ya tiene instaladas 76 bases militares en la región –y se denuncia que va por más–, aparece la disputa, aún en estado latente, por el dominio de los recursos naturales. Las democracias que sustentan este cambio de época deberán tener la capacidad de defender sus avances en beneficio de sus pueblos y sus soberanías, cada vez más unidas en instituciones como UNASUR y MERCOSUR.