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Bloques en construcción

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En enero de este año se cumplieron 20 años de la puesta en marcha del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA, por sus siglas en inglés), pergeñado en medio de la feroz ofensiva neoliberal que siguió al desmembramiento del bloque socialista.
El NAFTA, integrado desde sus inicios por Estados Unidos, Canadá y México, tres países de muy disímil grado de desarrollo, está basado en cláusulas abusivas que otorgan amplias garantías al capital para el libre tránsito de mercancías y la protección de sus inversiones, restringiendo severamente los márgenes regulatorios de los gobiernos. De hecho, los mayores niveles de comercio e inversión que se registraron en México han tenido como contrapartida un exiguo crecimiento del PIB, una profunda involución en materia de especialización productiva y un empeoramiento de las condiciones de vida de la población. Este desenlace había sido anticipado por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional el mismo día en que entró en vigencia el tratado, cuando marchó hacia El Zócalo de la capital mexicana bajo la consigna «trabajo, tierra, techo, alimentación, salud, educación, independencia, libertad, democracia, justicia y paz».
Recientemente México ha dado una nueva brazada hacia el paraíso neoliberal, al aprobar una profunda reforma legislativa que abre el camino a la privatización de la energía. Se trata de una clara resignación de soberanía en el manejo de los recursos, una suerte de saqueo que, con otras modalidades a las de la conquista pero con objetivos algo similares, se encargan de llevar adelante las corporaciones transnacionales. En este contexto, no se puede obviar lo ocurrido hace algunas semanas, cuando los países de la Comunidad del Caribe le reclamaron a Europa reparaciones morales y económicas por la esclavitud y el genocidio de sus pueblos indígenas, por hechos ocurridos hace más de 500 años.
En esta línea, la experiencia asociada al NAFTA y al conjunto de políticas del Consenso de Washington que se aplicaron en casi toda la región ha desempeñado un papel central en el rechazo al ALCA, decidido en la Cumbre de Mar del Plata de 2005, creándose también el espacio para el posterior nacimiento de iniciativas basadas en un espíritu integrador diferente, como es el caso de la UNASUR o la CELAC.
Sin embargo, América Latina sigue enfrentando amenazas, muchas de las cuales provienen de su propio seno. Se expresan a partir de la conformación de la Alianza del Pacífico, en junio de 2012, integrada por México, Chile, Colombia y Perú, países que, según figura en la página oficial, poseen «visiones afines de desarrollo y son promotores del libre comercio como impulsor del crecimiento».
Mientras tanto, a escala global no deja de sobresalir el firme avance estadounidense para conformar tratados «megarregionales» que permitan trascender los nulos avances conseguidos en instancias multilaterales como la OMC. Esta postura se ve plasmada en la búsqueda de acuerdos de liberalización y desregulación con la Unión Europea (UE), o el pretendido Acuerdo de Asociación Transpacífico, que reúne a 12 países de América Latina, América del Norte, Asia y Oceanía.
Estas dinámicas podrían limitar las perspectivas futuras de la región, en particular del MERCOSUR, ya que, de constituirse un acuerdo entre Estados Unidos y la UE, podría verse afectada la competitividad de las exportaciones agrícolas a la UE, debido a la irrupción de un competidor privilegiado, como Estados Unidos. No habría que descartar que estas cuestiones sean las que explican el renovado ímpetu que han adquirido las negociaciones entre el bloque del MERCOSUR y la UE.
Por todo lo anterior, cobra más relevancia que nunca la necesidad de seguir estrechando los vínculos de integración y cooperación regional, para hacer frente al continuo avance del capital transnacional y para construir alternativas viables que mejoren decididamente las condiciones de vida de nuestros pueblos.

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