Opinión | A fondo

Bolsonaro y la tercera ley de Newton

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El triunfo de Jair Bolsonaro es una pésima noticia para brasileños, latinoamericanos y, en general, para la democracia, en un país como Brasil, la sexta economía del mundo y pilar de las instituciones de integración regional. La presidencia de este excapitán del Ejército, que incursionó en la política tras ser desplazado de la fuerza en 1988 por una sublevación en defensa del salario de los uniformados, trae los peores recuerdos para este rincón del planeta donde el terrorismo de Estado hizo estragos en el último cuarto del siglo XX.
Las imágenes de camiones del Ejército desfilando por las calles de Río de Janeiro, repletos de tropas festejadas por el público como si volviesen de una guerra, es para alarmarse. Sobre todo porque esta contienda –que primero se dio con el golpe contra Dilma Rousseff y luego con el proceso judicial, la detención y la proscripción de Lula da Silva– está en sus primeras fases. El futuro no está escrito, aunque se percibe oscuro.
El físico inglés Isaac Newton postuló, allá por 1684, el Principio de Acción y Reacción. Decía la tercera ley de Newton que si un cuerpo actúa sobre otro con una fuerza determinada, este reacciona con una fuerza de igual intensidad, pero de sentido opuesto. Aplicado al momento que vive la región, puede decirse que para enfrentar los avances sociales que se habían logrado en la primera parte de ese siglo, el poder económico necesitó despertar un monstruo fascista.  
Cierto que hubo errores, casos de corrupción, exceso de confianza en que el rumbo, aun con tropiezos, era irreversible, lo que llevó a desmovilizar a las bases, confiando en que las contradicciones se resolvían en las cúpulas. Porque Lula y el PT habían logrado acuerdos de gobernabilidad con la centroderecha, el Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB), del expresidente Fernando Henrique Cardoso. Pero ese sistema tenía un límite, como en general lo tuvieron todos los ciclos populistas sudamericanos en estos años. El límite de ese modelo al que muchos califican, con bastante certeza, de neodesarrollismo, pasa –sin ahondar demasiado– por cuestiones económicas, políticas y de liderazgo.
El «viento de cola» de los precios de las commodities permitió distribuir ingresos en las capas más bajas de la sociedad sin escollos insalvables. Pero estalló la crisis, los precios de derrumbaron y hubo menos excedente para repartir. Ese modelo no estaba preparado para dar un salto hacia adelante.
Por otro lado, gran parte de esos sectores sociales beneficiados en el primer momento cayeron encandilados por el imaginario de las clases medias más acomodadas y comenzaron a sentir náuseas de quienes se probaban las ropas que habían dejado apenas un rato antes, parafraseando al tango.
En ese peldaño de la escala social está el teatro de operaciones. Es un porcentaje de la población que puede torcer la balanza hacia uno u otro lado, dependiendo de factores, las más de las veces, emocionales.
Y aquí entra en juego la cuestión del liderazgo. Un líder aparece en los momentos de crisis, mantiene una sintonía con las mayorías y logra dar vuelta la historia. Pero el liderazgo no es transferible. No es como el juego de la mancha. Por eso sacaron a Lula afuera de la cancha, para ir por esos votantes.
Sobre ese terreno los militares brasileños construyeron un personaje que logró cerca de 58 millones de votos y promete perseguir a todo lo que suene a diversidad, solidaridad, izquierda, socialismo.  Alguien respetado en los cuarteles porque los que están al mando son de su camada o algunas posteriores, no quienes lo echaron por rebelde.  Alguien que cuenta con el aval del ideólogo de la nueva derecha internacional, el estadounidense Steve Bannon –que asesora a todos esos grupos extremos, desde Donald Trump hasta el húngaro Víktor Orbán, el italiano Mateo Salvini o el partido de Marine Le Pen, en Francia–, y que piensa que «el mundo se verá obligado a elegir entre dos formas de populismo: el de derecha o el de izquierda». Porque para él, el centro está desapareciendo.


Festejo. Votantes de Bolsonaro junto a efectivos policiales, en las calles de Niterói, Río de Janeiro. (Daniel Ramalho/AFP/DACHARY)

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