12 de febrero de 2014
Treinta y tres países, con la obvia excepción de Estados Unidos y Canadá, participaron de la Cumbre de la CELAC (Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños) en la Habana, a finales de enero. La sola idea de una organización que reuniese a los países latinoamericanos y caribeños sin la asfixiante presencia de Washington (Canadá no juega ningún papel en la región) había provocado un profundo malestar en Estados Unidos, que movilizó a sus aliados regionales en un frustrado intento de abortar –o posponer– la iniciativa. Consumada la Cumbre en Cuba, el Departamento de Estado hizo público su desagrado ante lo que calificó como «traición» de los países que al acudir a la isla dieron un espaldarazo el gobierno cubano. Es que la CELAC duele mucho en las entrañas del imperio. Su creación trae el sello de la visión estratégica de Hugo Chávez, que fue quien pensó e impulsó la propuesta.
Pese a las presiones de Washington, la CELAC se constituyó y celebró su primera cumbre presidencial en Santiago de Chile, en enero de 2013, y cuando pocos creían que se haría la segunda –porque Cuba es blanco de una hostilidad permanente por parte de EE.UU.– la reunión tuvo lugar y, para disgusto de la Casa Blanca, contó con la presencia del secretario general de la ONU, Ban Ki-Moon, y su homólogo de la OEA, José Insulza.
Con el cónclave de La Habana la CELAC parece haber dado un paso decisivo en su tránsito desde un simple foro presidencial –como lo querían su primer presidente pro témpore, Sebastián Piñera y sus mentores norteamericanos– a una organización nuestroamericana. Prueba de ello es la asistencia sin fisuras de todos los países del área, la presencia de personajes muy significativos de la escena diplomática internacional y las 83 resoluciones adoptadas, que reflejan la presencia de una institución con capacidad de reclutar expertos y dotarse de un cuadro administrativo que permita realizar los estudios pertinentes y formular recomendaciones concretas y sustantivas. Entre ellas se destaca la que exige que la región «sea un territorio libre de colonialismo y colonias», con especial referencia a las Malvinas. Subsisten todavía en América Latina y el Caribe (ALC) 9 de las 17 colonias que hay en todo el planeta (incluyendo a Puerto Rico, invisibilizado en los documentos oficiales de la ONU): 7 (incluyendo las Malvinas) bajo la férula colonial del Reino Unido y 2, las Islas Vírgenes y Puerto Rico, de los Estados Unidos.
La CELAC también se pronunció a favor de bregar porque ALC sea una zona de paz, libre de armas nucleares (no sabemos si las hay en las Malvinas, en las bases que EE.UU. tiene en Colombia o en los buques de guerra de la IVº Flota) y por la resolución pacífica de las controversias, dentro y entre los países del área, y la no intervención en los asuntos internos de los estados, en clara alusión al intervencionismo norteamericano. Por supuesto, se exigió el fin del bloqueo a Cuba y acabar con las listas y certificaciones unilaterales del Departamento de Estado que condenan a diversos países como promotores del terrorismo, el narcotráfico o el lavado de dinero; se repudió, elípticamente, al CIADI al proponer que los estados de ALC se doten de mecanismos apropiados para la solución de controversias con inversores externos y se respaldó el derecho soberano de los países a disponer de sus recursos naturales.
Estas resoluciones, y otras no incluidas aquí, hablan a las claras de que aquella importantísima iniciativa de Chávez parece haber adquirido una dinámica y una capacidad de convocatoria que en poco tiempo la ha convertido en una institución de importancia en el ámbito internacional, pese que Barack Obama haya considerado a la Cumbre habanera como «intrascendente». La turbulenta y riesgosa transición geopolítica global en que nos hallamos inmersos, que plantea amenazas y desafíos comunes a todos los países de la región, requiere más que nunca de nuestra unión, y la CELAC es precisamente eso. Por eso «ladran Sancho, señal de que cabalgamos».