Opinión | A fondo

Comunicación, políticas públicas y democracia

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(Foto: Jorge Aloy)

Conceptualizar la democracia supone una tarea harto difícil y sumamente problemática. Como demostración basta repasar la bibliografía para encontrar cientos de definiciones que ponen el acento en uno u otro aspecto, dependiendo de enfoques ideológicos y de los intereses particulares que se utilicen como punto de partida. Pero en los últimos tiempos se da por aceptado que, dados los desarrollos tecnológicos y la evolución de los modos de vincularidad social, la comunicación es un componente fundamental de la democracia. En nuestras sociedades no puede pensarse la democracia al margen de la comunicación, ni esta separada del sistema que nos gobierna. Sin dejar de atender otras discusiones en distintos planos y niveles, se puede afirmar que sin democracia política no hay comunicación democrática y viceversa.
La pandemia del coronavirus trajo al primer plano el imprescindible protagonismo del Estado cuando se trata de velar no solo por los derechos sino también por el bienestar colectivo. La comunicación no puede quedar librada solo a la iniciativa individual. Necesita –de la misma manera que la educación o la salud, para dar dos ejemplos indiscutibles– de regulación que ordene, establezca criterios y genere pautas que atiendan al bien de la comunidad. Para, por una parte, garantizar la participación ciudadana y, por otra, permitir de manera adecuada y pertinente la gestión de gobierno.
En la actualidad y en la gran mayoría de las interpretaciones, el acceso a la información y la incidencia del sistema de medios de comunicación ocupa un papel fundamental dentro de la teoría democrática. Una de las principales cuestiones se sitúa en torno a la acción de los medios –en particular a conductas de los grupos económicos corporativos de los cuales estos medios dependen– y al comportamiento de los gobiernos y sus intentos de acotar mediante regulaciones y controles la tarea de medios y periodistas. No existe una fórmula que pueda considerarse universalmente aceptada ni eficaz para solventar la relación entre los sistemas de comunicación y las democracias. Sin embargo, se han producido avances en el sentido de considerar que el establecimiento por parte del Estado de determinadas reglas para la comunicación no implica limitaciones para la libertad de expresión, siempre y cuando se trate de parámetros democráticos que ordenen el funcionamiento de las empresas y de los periodistas atendiendo a su función social y a su responsabilidad de cara a la comunidad.
Es una tensión atravesada por otra discusión que trasciende lo estrictamente comunicacional porque refiere a una cuestión de colisión de derechos y opone la defensa de las libertades individuales de ciudadanos y ciudadanas, por una parte, y la responsabilidad social colectiva contenida en las atribuciones del Estado, por otra. El asunto resulta particularmente desafiante en una coyuntura en la que la comunicación –concebida como un sistema de vincularidades en lo social que incluye pero que no se limita a los medios– opera como mediadora entre la sociedad y el poder, ocupando un lugar que antes era privativo de los partidos políticos.
En democracia las políticas públicas son la principal herramienta de gestión de los gobiernos. Y la comunicación forma parte esencial y transversal de la acción gubernamental de todas las políticas públicas. Porque toda política pública demanda estrategias de comunicación para generar, en primer lugar, la consolidación de los sentidos (políticos, sociales y culturales) que le den sustento argumental y, en segunda instancia, forjar procesos de información e interacción a través de los cuales se alcancen los objetivos de cambio y las metas propuestas.
Las estrategias de comunicación de un gobierno, generando pautas para su propia gestión pero también para el accionar de la totalidad del sistema comunicacional (empresas, medios y profesionales), que tengan en cuenta la pluralidad y la diversidad, son la forma de traducir en iniciativas la voluntad política y cultural de transformación que acompaña un proyecto de desarrollo que demanda la construcción de un entramado social, político y organizacional.

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