6 de marzo de 2013
Lejos de aminorarse, el fenómeno de la violencia en el fútbol continúa con su escalada de amedrentamientos, extorsiones y negocios protagonizados por las denominadas barras bravas, junto con la falta de respuestas efectivas de los organismos de seguridad y gran parte de la dirigencia deportiva a fin de combatir un problema que erosiona el deporte más popular.
El comienzo del año deparó diversos hechos de violencia que involucraron todas las categorías del fútbol argentino, desde la Primera División hasta las divisionales del ascenso; estas últimas, territorios hostiles donde asiduamente la violencia configura la norma y no la excepción. La lista incluye incidentes en los clásicos estivales jugados entre Rosario Central y Newell’s, y los Boca-River, signados por la encarnizada disputa entre los dos sectores que dirimen a sangre y fuego el poder de «La 12»: la llamada barra oficial, liderada por Mauro Martín, y el sector que responde a Rafael Di Zeo, ambos imputados en distintas causas penales durante el último tiempo. Se añaden, ya con el Torneo Final en marcha, los disturbios en Unión-Quilmes y las sangrientas internas entre facciones de las barras de Tigre y Gimnasia.
La delicada situación, que ya en 2012 dejó víctimas fatales e innumerables desmanes, revela la gravedad de un problema endémico que anuncia nuevos capítulos similares de no mediar acciones concretas para abordarlo con responsabilidad, sin demagogia, superando las iniciativas meramente coyunturales. La fuerte señal emitida por la comisión directiva de Independiente, presidida por Javier Cantero, resultó una noticia alentadora teniendo en cuenta que, después de mucho tiempo, una dirigencia se mostró decidida a erradicar a los violentos del club. Sin embargo, y más allá del apoyo recibido durante el momento de mayor tensión con la barra brava, sus pares de otras entidades no acompañaron como se esperaba la cruzada de Independiente. Por temores a represalias o por fluidos lazos con los violentos en virtud de trasfondos políticos, lo cierto es que la dirigencia deportiva hoy no se revela comprometida con atacar de raíz las causas del problema. Más aún: algunas siguen entregando todo tipo de prebendas a las barras (entradas de favor, micros para viajes, habilitación de espacios para tramar negocios), en tanto varios clubes tampoco aplican el derecho de admisión, un requisito indispensable.
Tampoco los diversos organismos de control del Estado, desde el extinto Comité Provincial de Seguridad Deportiva de la Provincia de Buenos Aires (COPROSEDE) hasta la Agencia de Prevención de Violencia en el Deporte (APREVIDE) y otros actores, lograron dar respuesta al fenómeno. La propia policía, independientemente de sus juridicciones, ha sido foco de cuestionamientos no sólo por su rol pasivo frente a conflictos dentro y fuera del estadio, sino también por su complicidad con los violentos. El panorama, como se advierte, presenta complejidades y numerosas aristas a atender, algo que desestimaría una solución a corto plazo. Por un lado, porque se trata de un problema histórico del fútbol argentino, que abarca estamentos políticos y deportivos, muchos de los cuales alentaron la creación y consolidación de las barras bravas, hoy verdaderas organizaciones delictivas. Por otro, debido a que de cara a la finalización de la temporada regular suelen aumentar las presiones, los intereses en pugna de los actores involucrados, conforme se definen los campeones y –sobre todo– los descensos de categoría.
Abundan, por tanto, las tareas por delante. Un dato a tener en cuenta remite a que varios barras implicados en hechos de violencia irán a juicio este año; entre ellos, integrantes de las dos barras bravas más fuertes que crecieron exponencialmente: «Los borrachos del tablón» y «La 12». Pero, además de este hecho que podría abortar prácticas de impunidad, a la dirigencia deportiva le caben como tarea prioritaria no pocos desafíos: cortar con los favores a los violentos, desplegar activas políticas de prevención –con eje en la educación– y consensuar una posición firme con sus colegas de otros clubes y con los diversos organismos de seguridad, a fin de terminar –de una vez por todas– con un problema social persistente.