23 de marzo de 2025

Devoción. Hinchas con banderas frente a los tribunales de San Isidro, el 11 de marzo.
Foto: NA
Diego Maradona podría haberse muerto el 4 de enero de 2000, cuando debió ser internado de urgencia en Punta del Este, luego de varios días de fuerte descontrol. O en septiembre de ese mismo año en Cuba, cuando chocó de frente contra un colectivo y creyó que se había cortado las piernas (sin metáforas). O en abril de 2004, cien kilos y crisis cardíaca, días de vigilia, plegarias y altares paganos en la clínica Suizo Argentina. O tres años después, abril de 2007, cuando Crónica TV mantuvo su pantalla de negro, sugiriendo que había muerto por una enésima crisis de salud. O en pleno Mundial de Rusia 2018, Argentina vs Nigeria en San Petersburgo, la versión que se cortó con un audio de Rocío Oliva trasmitiendo palabras de Diego («hay Pelusa para rato»). Hasta que un día la pelota dejó de pegar en el poste. Una crónica anunciada que, aunque cueste aceptarlo, podría haber sucedido en cualquiera de las «muertes previas». O en las que ni siquiera nos enteramos. Pero sucedió un 25 de noviembre de 2020. Y el juicio por el descuido que era eterno le tocó al entorno último.
«Así murió Diego Maradona», abrió el 12 de marzo pasado el fiscal Patricio Ferrari el juicio iniciado en San Isidro contra el equipo médico responsable de los días finales, mostrando una foto de Diego con ese abdomen a punto de explotar. El juicio, la frase, la foto dolorosa, el morbo inevitable que durará durante este y los demás juicios que llegarán, todo, podría haber sucedido mucho antes. Pero tocó en 2020. Y, desgastes acumulados, de familia, entornos, lo que fuere, los responsables de la salud de Diego eran los que había. No eran los afectos de toda la vida, sino los que tocaron para el ocaso. Por la razón que fuere. Fueron los responsables finales del paciente que, en rigor, fue siempre imposible, de la autodestrucción de años, aunque haya cambiado cocaína por alcohol. Una acusación fiscal de negligencia que deberá probar ahora la Justicia. Y en una causa que hará más doloroso todo, aunque pueda dejarnos la sensación algo engañosa pero acaso aliviadora de que, «finalmente, los responsables pagarán su delito».
En agosto o septiembre, dicen los especialistas, el tribunal de San Isidro decidirá si caben penas para un equipo médico de ocho personas acusado de que Diego, una máquina de hacer dinero hasta sus últimos días, haya muerto en medio de tanto descuido. Del estado de abandono que desnudaron investigaciones periodísticas que filtraron audios. Y también del dictamen de una mayoría de peritos de una Junta Médica Interdisciplinaria que dio pie a la acusación de homicidio simple con dolo eventual, que establece penas de ocho a veinticinco años de prisión, aunque un segundo informe, de 2024, dio una interpretación diferente y una pena, más liviana, pueda dictaminar solo «mala praxis». La acusación no incluye a los abogados penalistas Víctor Stinfale y Matías Morla, los últimos a quienes Maradona confió sus cuidados, de salud y económicos, ingresos que el propio Diego decidió que ya no fueran más para sus hijos, sino para sus hermanas. Un dictamen judicial rechazó en 2023 una demanda de las hijas y reivindicó a Morla como responsable legítimo del control económico de la «Marca Maradona».

En la calle. Maradona el día de la histórica frase en defensa de los jubilados, en 1992.
Foto: captura de pantalla
El corazón en el Sur
Toda una paradoja, el juicio comenzó cuando el nombre de Maradona apareció poco menos que como líder espiritual del cuidado a nuestros jubilados. «Hay que ser muy cagón para no defender a los jubilados», la frase del Diego volcánico de 1992, que saltó en un día «maradoneano», en plena caminata de los Tribunales al velatorio de José María Muñoz (¡insólito, Diego caminando por la avenida Corrientes a plena luz del día!). Y Diego que se topa allí con la protesta de los jubilados, alguien que le manotea y roba una gorra, Diego que tira un cabezazo, una piña que vuelve y no llega a destino y la frase entonces que se hizo placa en estos últimos días. Muy Diego todo. La frase lúcida y que se hace eterna aún en plena tormenta. Y Diego otra vez presente en las crónicas que cuentan que Pablo Grillo, el fotógrafo baleado por la represión policial, creció en Remedios de Escalada, en el club Talleres, conocido en Lanús, hincha de Independiente, con su grupo de «Los Pibes del Sur». Los tres planteles que le dieron fuerzas en estos días. El recuerdo de que Talleres, que debía salir de una quiebra en 2008, jugó un partido para recaudar fondos con Lanús. Y que allí, cuándo no, Diego dijo presente para que la gente llenara el estadio. El Diego del Sur. El mismo que, apenas terminado el partido, recordó que había nacido en el hospital Evita, en Lanús, al que llegó su madre en el tranvía que tomó en Fiorito, cerca de la casa precaria de la calle Azamor, a metros del Riachuelo. «Arrabal del arrabal», como escribió el colega Leo Torresi en el libro Rey de Fiorito. «Me pegaron tantas veces –dijo también Diego tras el partido-, pero nunca me van a pegar en la memoria».