Opinión

Washington Uranga

Periodista, docente e investigador

El uso político del odio

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Al choque. El presidente, a la cabeza de las descalificaciones hacia quienes no comparten sus ideas.

Foto: NA

El escenario político del país y, en particular, la manera de ejercer el poder por parte de La Libertad Avanza (LLA), conlleva una creciente naturalización del odio y la crueldad bajo el pretexto de la «batalla cultural» y como estrategia destinada a la humillación del adversario, como forma de eliminación política y de aniquilamiento cultural y simbólico de todo aquel que piense diferente. No hay espacio ni posibilidad para la diferencia.

Como consecuencia de lo anterior, estamos asistiendo a un proceso de degradación humana y social que no registra al otro como persona, como igual, como un semejante digno de reconocimiento como tal, todo lo cual habilita la naturalización de la violencia y de la crueldad por parte de quienes ejercen el poder. Un tránsito que se torna sumamente riesgoso porque, poco a poco y de manera no demasiado evidente, la violencia gana espacio y se normaliza en la sociedad, en la cultura, en la vida cotidiana de las personas.

Quienes vivieron la dictadura cívico-militar (1976-1983) han sido testigos de la justificación de las desapariciones bajo el argumento de «por algo será» o «algo habrán hecho», una manera no solo de naturalizar la violencia y legitimar ese accionar, sino de descalificar a quienes resultaron víctimas del atropello para hacerlos responsables hasta de su propia muerte.

Sin llegar a ese extremo y sin que haya comparación posible entre aquellos gravísimos acontecimientos y lo que sucede en nuestros días, hoy escuchamos que se afirma sin rubor que «todos los políticos son chorros y corruptos», que los empleados del Estado «están bien echados porque son todos ñoquis», que «a los piqueteros hay que matarlos a todos» o que está bien que en nombre del nuevo «orden» que se pretende imponer se reprima a quienes protestan y reclaman por los derechos que ahora el poder gobernante estima «inexistentes» o caducos.

Para quienes así proceden tales actitudes se consideran «normales». Es la naturalización de la violencia y por esa vía la deshumanización de los lazos sociales. También la destrucción de la solidaridad como sentido aglutinante de una sociedad.

Guerra simbólica
Desde los púlpitos de la ultraderecha y como manifestación del «principio de revelación», estas formas de actuar se enmarcan dentro de la llamada «batalla cultural» entendida como una guerra simbólica que tiene como finalidad suplantar valores y criterios, vigentes y construidos colectivamente, por otros basados en el individualismo y en el sálvese quien pueda. No hay reconocimiento del otro y de la otra como una persona cuya dignidad merece ser salvaguardada. Su sufrimiento deja de importar porque no se lo registra como un igual.

No hay lugar tampoco para la diferencia. Porque la sola manifestación de una perspectiva diversa puede convertir automáticamente a una persona en enemigo y como tal susceptible acreedor de la violencia ejercida en nombre de la nueva cultura que debe imponerse. La desgracia o la pena del presunto enemigo habilitan asimismo la satisfacción de quienes ejecutan la violencia sancionatoria. También el beneplácito de otros que la observan de manera complaciente.

En el marco de la «batalla cultural» de la ultraderecha toda pretensión de continuidad de lo anterior debe ser prohibido porque expresa el intento de prolongación de un pasado que tiene que ser cancelado.

Desde esa lógica se puede entender que para Javier Milei la «justicia social» sea un concepto «aberrante» porque «es robarle a alguien para darle a otro, un trato desigual frente a la ley, que además tiene consecuencias sobre el deterioro de los valores morales al punto tal que convierte a la sociedad en una sociedad de saqueadores». Para el presidente, «la justicia social no es justa, es violenta» y por tal motivo se justifica toda acción, también violenta, destinada a destruir el sistema de protección y de resguardo de derechos sociales y comunitarios.

Para ello hay un solo camino y no existen alternativas posibles. «El capitalismo de libre empresa es la única herramienta que tenemos para terminar con el hambre y la pobreza en el planeta» porque, sostiene Milei, «los experimentos colectivistas nunca son la solución a los problemas que aquejan a los ciudadanos del mundo, sino que son su causa».

A todo lo anterior se suma el conflicto permanente como metodología que incluye además la extorsión para los disidentes, el acoso a través de las redes sociales digitales, junto con la naturalización del daño que se está causando («no hay otra alternativa») acompañado de un ostensible ejercicio de la crueldad («es el precio que hay que pagar»). Para Milei y su séquito de colaboradores y seguidores, la crueldad y el odio están a la orden del día y se han puesto de moda. También la mentira y la falsedad. A tal punto que se ignora lo obvio y se niega lo que es evidente para otros ojos que no sean los propios. Todos los demás «no la ven».

Se trata de una manifestación de odio diferente a otras que poblaron la historia argentina a lo largo del tiempo, que pueden resumirse en la tensión «civilización o barbarie» y que, aun con los matices que se expresaban dentro de cada colectivo, funcionó por décadas como ordenadora de la disputa cultural doméstica. El odio actual se presenta como odio al goce del otro. La satisfacción del odiador radica en la constatación de que el otro no tiene o no accede.

El peor de los castigos
Desde el punto de vista psicológico es un concepto trabajado, entre otros, por el sociólogo Dominique Wolton y el psicoanalista francés Eric Laurent. Ambos sostienen que hay que incorporar el ciberespacio como una nueva dimensión utilizada para generar sujetos que buscan la satisfacción apuntando a la producción del culto del yo que se da conjuntamente con un deterioro cada vez mayor del lazo social y una operatoria preocupante del odio como modo de interpretación y de relación con los otros. Se trata de un punto fuerte y distintivo de esta época que se pasa por alto muchas veces en los análisis sobre el tema. Un ejemplo que puede ayudar a entender. En la obra de teatro Terrenal pequeño misterio ácrata, de Mauricio Kartún, hay una escena donde el padre le dice a Caín: «Vas a tener el peor de los castigos. No vas a querer que te vaya bien, sino que le vaya mal a tu hermano».

La socióloga Micaela Cuesta advierte que la naturalización de estas conductas puede llevar a «normalizar modalidades hostiles del lazo social que, socavando el principio de igual dignidad de las personas, puede generar una atmósfera social y cultural de intolerancia capaz de conducir a formas de la violencia directa».

Estamos ante la instrumentación política del odio, entendido este como «antipatía o aversión hacia algo o hacia alguien cuyo mal se desea» (Diccionario RAE). Como consecuencia enfrentamos un proceso político cultural de naturalización de la crueldad que busca transformar a las víctimas en culpables de su propia desgracia. El riesgo no es meramente político, sino profundamente ciudadano, democrático y civilizatorio.

Desprecio. En las redes sociales seguidores de La Libertad Avanza ejercen la violencia y la discriminación.

Foto: Captura

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