Opinión

Daniel Divinsky

Editor

Éramos pocos…

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…y parió la señora de Jorge Kodama. La saga no nórdica que siguió al fallecimiento de María Yokodama (como algunos aviesos la rebautizaron vinculándola con la Ono), hubiera despertado quizás alguna tibia sonrisa en Borges.
Lo peor no son los autores, tituló el primer tomo de sus sabrosas memorias el editor y traductor argentino Mario Muchnik, actuante en España y fallecido hace poco en Barcelona. Esa expresión aludía principalmente a viudas (y viudos, no seamos sexistas), agentes literarios (y «demás deudos», como decían los avisos fúnebres), que devenían buitres zambulléndose sobre los derechos de autor de las obras de sus familiares o representados. A menudo malversándolos para sus reediciones futuras pero sobre todo entrando en disputas destructivas sobre los aspectos patrimoniales, lo que muchas veces provocó la desaparición de esos libros del «mercado». Casos argentinos, para no ir más lejos, lo que pasó con la obra del Negro Fontanarrosa.
Borges se afilió hace muchos años al Partido Demócrata, ex Conservador, en su sede de la calle Rodríguez Peña. Lo hizo, declaró, como una prueba más de su escepticismo político. Sin confesarlo tan paladinamente, fue un escéptico en materia amorosa y, tal vez, erótica. Su primer gran amor conocido, Estela Canto, excelente traductora y buena escritora, tenía –dicen las malas lenguas–, una relación incestuosa de alcance desconocido con su hermano, Patricio Canto, también traductor eximio de las lenguas gaélicas admiradas por Borges. Su posterior matrimonio con Elsa Astete, inexplicable excepto como acatamiento de la voluntad de su poderosa madre, terminó en divorcio, sin haberse consumado –según se comentó y difundió imprudentemente un psicoanalista–. El matrimonio por poder en Paraguay con la Kodama, cuyas virtudes todavía están por descubrirse, fue quizá una manifestación más de ese escepticismo.
Cuando en declaraciones recientes María Kodama afirmó que legaría los derechos sobre la obra de su marido a una universidad del Japón y a otra de los Estados Unidos, porque «vos sabés como son las cosas acá», despertó una indignación sanamente nacionalista, paralela a la que produjo su decisión de que los restos de Borges descansaran en Ginebra, en donde murió, por su férrea oposición a hacerlo en el Japón. Finalmente, persiste el misterio acerca de si existe o no un testamento que así lo disponga y entretanto, como de la nada, surgieron cinco sobrinos que ella nunca había mencionado, hijos de un hermano que jamás apareció en escena: reivindican su condición de herederos legales.
A pesar del tiempo transcurrido, cuando se escriben estas líneas no se ha realizado el inventario de lo que hay en lo que fue el domicilio de Kodama, donde podría (o no) encontrarse un testamento.
Mientras tanto, el revoloteo voraz se mantiene, configurando un jardín cuyos senderos se bifurcan infinitamente. Una imagen que a Borges no le hubiera disgustado en absoluto. La literatura no tiene personería jurídica en este entuerto.

Foto: Archivo Acción

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