11 de julio de 2014
Es oportuno reflexionar sobre una cuestión que se ha convertido en un común denominador en el discurso de los sectores políticos y económicos que realizan una oposición sistemática al Gobierno. Se trata de la conjunción entre los temas atinentes a la seguridad con algunas formas de protesta (piquetes) y/o de resolución de necesidades (tomas de tierra). Este arco de problemas es el telón de fondo sobre el cual modelan una percepción de la Argentina convertida, según ellos, en una sociedad signada por la violencia. Lo llamativo es la convergencia desde distintas perspectivas políticas en un diagnóstico que se constituye en prólogo obvio de medidas coercitivas y disciplinantes, que son una forma sutil de nominar la represión. Históricamente, las derechas y sus diferentes círculos de poder han agitado el tema de la violencia, del caos, de la desintegración social, como antesala de la eliminación del Estado de derecho y su reemplazo por dictaduras. Hoy no se trata de sublevar a las fuerzas armadas para el establecimiento de un régimen dictatorial. Sin subestimar la nostalgia que seguramente padecen por esta imposibilidad histórica, tratan de impulsar la rueda restauradora neoliberal, quebrar el ciclo de transformaciones iniciadas en 2003 e impedir que la consolidación temporal de la ampliación de derechos logrados por el pueblo sean un nuevo piso de demandas sociales aún no resueltas y de nuevas exigencias que devienen como consecuencia lógica de todo proceso inclusivo.
Un candidato, que parece prohijado por el Departamento de Estado estadounidense, admirador del ex alcalde neoyorquino patentador de la «tolerancia cero», se presenta como el paladín de la mano dura, inventa un referendo para modificar el código penal y plantea que en la Argentina hay más prófugos que presos. De ese modo, lanza una plataforma política implícita de gobierno, tratando de capturar a los sectores medios de la sociedad, exacerbando odios clasistas y xenófobos, significando a los pobres y emigrantes de países hermanos como delincuentes realizados o en potencia. El mismo camino transitan los políticos que prometen ser implacables ordenadores de la protesta social, y también aquellas figuras que tras la denuncia serial mediática de la corrupción esconden su histórica complicidad con los tradicionales factores de poder.
La criminalización de la pobreza no es una novedad; todo lo contrario, es un atributo funcional y estructural del capitalismo desde sus orígenes. En la primera mitad del siglo XVI, en Inglaterra, cuna del capitalismo, se dictaron normas que intentaron suprimir el «vagabundeo». Se prohibió la mendicidad y se confinó a los pobres a sus parroquias de origen con graves penalizaciones para quienes transgredieran la ley. En nuestro país tenemos como antecedente la Ley de Vagos, de 1860, que primero clasificó como vagos a «las personas de uno y otro sexo que no tengan renta, profesión, oficio u otro medio lícito con que vivir», a «los que teniendo oficio, profesión o industria, no trabajan habitualmente en ella, y no se les conocen otros medios lícitos de adquirir su subsistencia», y a «los que con renta, pero insuficiente para subsistir, no se dedican a alguna ocupación lícita y concurren ordinariamente a casas de juego, pulperías o parajes sospechosos». La penalización consistía en destinarlos a trabajos públicos por el término de tres meses, y, en el caso de las mujeres, las ponían al servicio de alguna familia «mediante un salario convenido entre la Autoridad y el patrón».
Ese común denominador que las derechas esgrimen intentando internalizar en la sociedad una falsa conciencia de ser miembros de una sociedad violenta es una argucia que oculta la verdadera violencia, la de sus mezquinas aspiraciones sectoriales que pretenden un modelo de país a su merced y al servicio exclusivo de sus intereses. El conflicto social no es desorden, no es caos, no es violencia; es consecuencia de los modelos de exclusión y desigualdad, y por ello es eje de una de las ruedas de la historia de la humanidad.