22 de julio de 2015
Aunque no se adhiera irreflexivamente a determinadas tesis en boga acerca de la desaparición de lo nacional diluido en un contexto de territorios del imperio (Toni Negri dixit), no caben dudas de que el margen de acción autónomo de los Estados nación, en los escenarios globalizados del siglo XXI, se ha reducido sustancialmente.
La Argentina ha tenido, como los demás países de Latinoamérica, pocas opciones en cuanto a sus relaciones económicas y financieras, y por lo tanto políticas, con los grandes actores del juego geopolítico mundial. La apuesta por el Mercosur, aun desde ópticas diversas y hasta opuestas como las de los gobiernos de Raúl Alfonsín, Carlos Menem y Néstor Kirchner, indica, además de otras cosas, que la asociación con ese organismo y otros países de la región, pero sobre todo con Brasil, es lo que se llama una «opción de hierro». Pero también fueron opciones de hierro, más allá de preferencias ideológicas, el rechazo a los tratados de libre comercio con EE.UU. en 2005, tanto para la Argentina como para Brasil y Venezuela. El futuro que les esperaba a cualquiera de estos tres países en caso de aceptar el ALCA, no iba a ser el de Chile, país de otras dimensiones y que ha sido usado desde los años de Pinochet como vidriera engañosa de las políticas recomendadas por la Escuela de Chicago, sino el de México desangrado en las relaciones carnales del NAFTA.
Esto era evidente entonces y lo sigue siendo ahora. La pertenencia de Brasil al grupo BRICS y sus estrechas relaciones con China no solo son necesarias desde el punto de vista de la congruencia ideológica del PT y el «lulismo», sino que son el único camino para que el gigante latinoamericano siga siendo un país viable. Esta es, tal vez, la razón por la que las fuerzas del neoliberalismo, aun habiendo condicionado hasta la humillación a Dilma Rousseff, no puedan dar el zarpazo final (al menos por ahora). La asociación de las naciones suramericanas está impuesta por las circunstancias. ¿O acaso alguna de estas naciones por sí sola está en condiciones de sobrevivir al tsunami de la globalización? Incluso los países que, como Chile, Perú y Colombia, han firmado tratados de libre comercio con EE.UU. se cuidan de no dejar de pertenecer a la UNASUR y a la CELAC y, en el caso de Chile de no cerrar las puertas a una posible entrada plena al Mercosur.
Tampoco podrá el Gobierno entrante, sea del signo que fuere, destejer la trama de relaciones económico-políticas que nos llevan a jugar de la manera que estamos jugando en la región, ni la obligatoriamente complementaria apertura a China y Rusia. Sencillamente porque no hay otras opciones que no signifiquen a todas luces un suicidio evidente.
¿O acaso Brasil puede darse el lujo de despreciar la oferta de inversión china, multiplicadora de empleo y del desarrollo de las industrias locales como el ferrocarril transamazónico, o la Argentina las inversiones rusas en materia de energía nuclear? ¿Vendrían esas inversiones del lado de FMI o el Banco Mundial?
Por otro lado, en el terreno de los grandes números del crecimiento económico, solo China y la India mantienen guarismos vitales. Lo de EE.UU. es desde 2008 un permanente incumplimiento de expectativas y la UE sigue desde 2012 al borde del abismo. Claro está que en este sentido una línea política identificada expresamente con la continuidad de este tipo nuevo de relaciones políticas y económicas internacionales va a estar mucho más exenta de cometer errores y cortocircuitos dañinos que los que seguramente van a cometer aquellos que en la campaña electoral anticipan que, precisamente, los van a cometer. Por caso, Daniel Scioli viajó a Brasil, se entrevistó con Lula, y ya balbucea las palabras «patria grande». Mauricio Macri insiste en el pago de la deuda a los buitres. Está claro quién lee mejor la althusseriana determinación que impone hoy el proceso global.