Opinión | A fondo

Hacia una nueva escuela secundaria

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En nuestro país y en la región el nuevo milenio se expresa con un proceso de integración inédito, que impulsa la recuperación de derechos conculcados en el último cuarto del siglo XX. Con matices, muchos de los gobiernos de América Latina se proponen reparar los efectos de políticas públicas fundadas en la injusticia. Por su parte  las tendencias conservadoras oponen todo su arsenal para frenar la democratización de la vida social en su conjunto.
En ese marco, en 2006 se sancionó la ley de Educación Nacional que, entre otras definiciones, plantea la obligatoriedad del nivel secundario. Este derecho consagrado por los legisladores choca con una tradición institucional. Desde sus orígenes, la escuela media fue diseñada como puente a la universidad, y ambos niveles constituyeron un signo de distinción.
La clase dominante, fundadora del Estado nacional en 1880, concibió la educación primaria como piso y como techo para construir un país integrado, adecuado a los cánones de esa limitada república oligárquica. Por lo tanto, el nacimiento de la escuela secundaria estuvo signado por el elitismo, el enciclopedismo, la jerarquía y el autoritarismo. Hasta muy avanzado el siglo XX sólo finalizaba este nivel escolar un tercio de la población. Ese perfil excluyente predominó durante décadas, y aún se escuchan voces que hablan de quien «no nació para estudiar» u otras variantes que constituyen justificaciones inadmisibles en la medida en que asumimos colectivamente que la educación es un derecho social y humano.
En 2009 el Ministerio de Educación de la Nación abrió el debate para democratizar la escuela secundaria. Las bases de la reforma propuesta son, entre otras, revisar los modos de construcción curricular, la organización del tiempo y el espacio ligando la escuela a la vida, propiciar el diálogo de saberes, superar los muros que separan a la escuela de la comunidad, generar nuevas estrategias didácticas para asegurar la producción, distribución y apropiación del conocimiento. En suma, se propone un cambio radical de la educación secundaria, haciéndola valiosa para los estudiantes, que los prepare para pensar con cabeza propia y desplegar todas sus potencialidades. Subyace una noción de «calidad educativa» que apunta a formar hombres y mujeres libres para un proyecto colectivo de presente y de futuro.
La implementación de los cambios es tarea de cada jurisdicción provincial, que debe llevar a cabo este proceso que permita que la desafiante promesa de democratizar la escuela secundaria se vaya plasmando en procesos concretos de transformación en las instituciones educativas. Como generación tenemos, en todo caso, la responsabilidad indelegable de contribuir al crecimiento de nuestros jóvenes que son –al decir de José Martí– «la esperanza del mundo».
Entre la herencia de una educación domesticadora y los afanes democráticos que recorren Nuestra América, es indispensable imaginarse una verdadera «pedagogía de la transición», mediante la cual podamos revertir viejas prácticas que hacían de las instituciones escolares «enseñaderos» e ir inventando, sin prisa pero sin pausa, las claves de una educación liberadora.
Este camino entre aquello que queremos dejar de ser, aquello que estamos siendo, aquello por lo que soñamos y apostamos, no será la obra de un decreto ministerial, sino de una voluntad colectiva conformada, entre otros, por el Estado –cuya responsabilidad es indelegable–, los docentes, los estudiantes, las organizaciones populares y las universidades públicas. En estos tiempos en que lo nuevo no termina de nacer, pero está naciendo, la educación hará su aporte a la construcción de un presente y un futuro de dignidades y justicias.

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