Opinión | A fondo

Jugada violenta

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En un momento venturoso para el fútbol argentino en lo que atañe al juego, de mayor calidad y con mejores espectáculos en el Torneo de Transición, la persistente violencia dentro y fuera de los estadios configura la contracara de esta situación. Un fenómeno que continúa erosionando al deporte más popular y exhibe su peor rostro conforme la situación se agrava y no se vislumbran señales  por parte de los organismos de seguridad del Estado, la dirigencia deportiva y el Poder Judicial para combatirlo.
A poco de que finalice 2014, se registraron 10 nuevas víctimas fatales en episodios de violencia en el fútbol –que elevan la cifra de muertes a 290 según consigna la ONG Salvemos al Fútbol, la mayoría de ellas ocurridas en los últimos 40 años–, junto con otros hechos luctuosos protagonizados por las denominadas barras bravas, organizaciones delictivas que crecieron en el interior de los clubes y que han ampliado su poder tejiendo sólidos lazos con dirigentes del fútbol y también de la política. Prueba de que poco se ha hecho desde la dirigencia deportiva a fin de combatir el avance de estos grupos es que en la mayoría de los clubes las barras mantienen sus privilegios ante la pasividad de la policía: entradas de protocolo, espacios dentro de las instituciones, dinero para viajes, autonomía para tramar otros negocios. Esto último revela las complicidades vigentes entre los actores, a lo que se añade la creciente y feroz disputa entre barras de un mismo club para administrar recursos concedidos por los dirigentes. Los dos clubes más convocantes del país constituyen una muestra de una problemática que salpica a todo el fútbol argentino, desde la Primera División hasta las categorías del ascenso. En River, desde 2007 distintos sectores libran una sangrienta batalla para tomar el poder de Los borrachos del tablón, mientras que en Boca existe un estado de alerta permanente por la presencia de bandos que se disputan el poder de La 12, agravado por el hecho de que dos ex cabecillas de la barra, Mauro Martín y Maximiliano Mazzaro, fueron recientemente absueltos por la Justicia en la causa por la que estaban acusados de asesinar a un hombre en el barrio de Liniers, en 2011. Tampoco la dirigencia deportiva varió los modos de encarar el problema tras la reciente muerte de Julio Grondona, quien presidió la Asociación del Fútbol Argentino (AFA) durante 35 años. En setiembre pasado se produjo un violento choque entre las barras de San Lorenzo y Huracán, clubes que jugaron en el mismo horario ante distintos adversarios, sin que se tuviera en cuenta un posible enfrentamiento entre hinchadas que mantienen una fuerte rivalidad. Luis Segura, sucesor de Grondona en la AFA, desligó al ente rector del fútbol argentino de los incidentes y aclaró: «Hoy lo único que puede hacer la AFA es aportar el sistema de seguridad AFA Plus». Sin embargo, ese mecanismo, que consiste en un control del ingreso del público con sistema biométrico, todavía no ha sido implementado en los clubes, como tampoco en la mayoría de las instituciones se ejerce el derecho de admisión. Asimismo, la prohibición de hinchas visitantes, una medida consensuada entre los organismos de seguridad y la AFA que rige desde 2013 en Primera División y desde 2006 en el ascenso, no tuvo los efectos esperados. Lejos de aminorar la violencia, esa disposición no parece atacar las raíces políticas y sociales del fenómeno, por lo que nuevamente se adoptan medidas coyunturales que funcionan como parches. La Justicia, asimismo, poco ha aportado para atenuar o enfrentar el problema, salvo algunas excepciones. Cabe reponer un dato: hace menos de un año, un estudio del Comité de Seguimiento del Sistema de Seguridad Público de la Ciudad Buenos Aires reveló que el  82% de las causas judiciales ligadas con la violencia en el fútbol no tiene condena firme. Frente a este delicado panorama, en el que se observan propuestas de juego generosas con el espectáculo, sería saludable que los actores consensuaran una respuesta unificada al problema, a fin de que los estadios vuelvan a ser una fiesta popular, sin espacio para el miedo y la violencia.

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