Opinión

Martín Becerra

Doctor en Ciencias de la información

La era infantil del mundo digital

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Mientras redes sociodigitales dedicadas principalmente a jóvenes y adolescentes, como TikTok, rompen récords de usuarios y las encuestas de acceso a internet muestran que la conectividad móvil está expandida (en términos estadísticos llega a nivel de saturación (100%), también crece la información sobre el tipo de usos y consumos digitales de las personas menores de edad. La información contiene elementos de preocupación centrada en la salud mental y en la violencia online.
Las redes sociodigitales, los servicios de mensajería, las plataformas de streaming audiovisuales y los buscadores son recursos valiosos: el contacto con la familia, amistades y pares provee contención pero también puede, en algunos casos, ser fuente de agresión o de exposición de personas vulnerables, como ocurre con el llamado «sharenting» que consiste en la exposición de imágenes de menores de edad por parte de sus padres y allegados, sin que pueda existir consentimiento informado.
Análogamente, las búsquedas en internet pueden colaborar en satisfacer la curiosidad de jóvenes y adolescentes, quienes pueden así hallar información valiosa de todo tipo, pero también pueden encontrar contenidos que, en algunos casos, estimulen conductas patológicas que les provoquen daño.
En la Argentina, el Ministerio de Cultura está realizando la tercera ola de la Encuesta Nacional de Consumos Culturales y Entorno Digital, con la que complementará los datos recabados en 2013 y 2017, y que arrojará así mayor certidumbre sobre la evolución de hábitos culturales en distintos segmentos etarios en todo el territorio. La forma en que los menores de edad interactúan entre sí, aprenden, juegan, trabajan y realizan sus trámites está absolutamente atravesada por las TIC (tecnologías de la información y la comunicación) y, en especial, por dispositivos y aplicaciones móviles.
Y aunque desde hace dos décadas se emplea la expresión «nativos digitales» para aludir a las generaciones que nacieron y crecieron rodeadas de terminales y plataformas de conectividad, la evidencia empírica fue demostrando que la suposición de que la juventud franquea toda barrera de acceso y resuelve naturalmente la construcción de competencias y habilidades para el uso de las TIC, aunque es una presunción atractiva, es simplificadora y es, en su generalización, falsa. Brechas de clase, de género, de lugar de residencia (la cobertura de servicios TIC es muy diferente en las distintas localidades de la vasta geografía argentina, por ejemplo), así como también predisposiciones personales y hábitos del entorno familiar y de allegados operan como importantes mediadores a la hora de troquelar la experiencia digital de niñas, niños, adolescentes y jóvenes.
Otro lugar común, igualmente equivocado, suele reducir la experiencia digital de menores al «riesgo» del uso de plataformas, con el correlato de alarmismo y pánico moral por la supuesta «adicción» tecnológica de menores de edad. En las plataformas hay cooperación y hay agresión, hay información valiosa y banalidad, hay intercambio, entretenimiento y servicios. Esto no significa que, bajo determinadas circunstancias personales o en épocas clave de la vida, los efectos de las redes sociodigitales no puedan ser muy problemáticos.
En rigor, tanto la posición que coloca a las generaciones jóvenes como eruditas en TIC como aquella que subestima sus capacidades son dos caras de una misma moneda. En efecto, en ambos casos se reeditan prejuicios sobre medios y tecnologías de la información que ya estuvieron presentes en la masificación de la imprenta y, en el último siglo, de las industrias culturales como el cine, la radio y la televisión.
Estos abordajes basados más en los preconceptos de analistas que en la práctica y la experiencia de los usuarios suelen dar gran importancia al tiempo de exposición en pantalla, subordinando a ese registro cronológico la calidad de las interacciones, la relevancia de los contenidos y el significado percibido por las personas que participan de la vida digital cotidianamente.

Para superar prejuicios y avanzar en la comprensión de los usos y consumos digitales, los trabajos de la investigadora Sonia Livingstone resultan un gran aporte. Ella y sus colegas Katarzyna Kostyrka-Allchorne, Mariya Stoilova, Jake Bourgaize, Miriam Rahali y Edmund Sonuga-Barke publicaron este año un artículo en que analizan y comparan estudios sobre salud mental en adolescentes y jóvenes de 12 a 20 años realizados en las últimas dos décadas, a partir de los efectos de las TIC en casos de ansiedad, depresión, trastornos alimenticios y autolesiones.
Titulado «Experiencias digitales y su impacto en la vida de los adolescentes con ansiedad preexistente, depresión, alimentación y autolesiones no suicidas. Una revisión sistemática», y publicado en la revista científica Child and Adolescent Mental Health, el artículo reconoce que aislar los efectos de las redes sociodigitales en individuos respecto del contexto (familiar, social, cultural, económico) que influye en su comportamiento, es un serio obstáculo metodológico.
En efecto, es muy difícil –si no imposible– discriminar cuánto inciden las tecnologías digitales en la subjetividad de las personas jóvenes, que es a la vez moldeada por otros factores socioculturales y demográficos, por una economía de crisis recurrentes (en todo el mundo, no solo en el país), un mercado laboral precarizado, presiones familiares y sociales combinadas con un horizonte de incertidumbre y un ambiente educativo que hace mucho que no es percibido como garante de seguridad a futuro.
Al revisar estudios clínicos sobre uso de plataformas digitales en adolescentes con cuadros de ansiedad y depresión, el artículo del equipo de Livingstone plantea tres escenarios no excluyentes entre sí: el mundo digital como apertura de grandes oportunidades para el crecimiento y el desarrollo personal; como espacio de contenidos inapropiados y experiencias adversas que ponen en riesgo a personas que viven experiencias dolorosas; y como ámbito para la identificación y el tratamiento de trastornos mentales y problemas de salud.
La experiencia de jóvenes y adolescentes combina el acceso a noticias e información valiosa para su crecimiento, el apoyo y la identificación con otras personas con las que tienen intercambios gratificantes en una edad en la que la aceptación de pares reviste trascendencia (de ahí la explotación del «me gusta» que caracterizó a Facebook y que contagió a casi todas las redes sociodigitales), como también ciberacoso, discriminación y bullying. Algunos de estos problemas no son nuevos, pero la huella digital opera como un denigrante recordatorio durante años para las víctimas de la violencia digital. Un acoso en red queda fijado eternamente.
Además, el artículo señala que la profusión de contenidos sobre patologías puede provocar cierta «normalización» de comportamientos que demandarían asistencia y tratamiento especializados.
«Los medios digitales pueden proporcionar experiencias sociales positivas a los adolescentes que tienen problemas de salud mental, pero la mayor gravedad de síntomas de depresión (sobre todo en el sexo masculino) puede reducir las oportunidades para beneficiarse de estas prácticas digitales positivas», advierten los autores del trabajo.
La programación algorítmica de las grandes plataformas digitales suele filtrar contenidos de éxito e imágenes de felicidad casi en continuidad con el lenguaje publicitario tradicional. El triunfalismo es su modelo de negocios. Pero la publicidad comercial, que construye arquetipos aspiracionales alejados de las experiencias reales de la mayoría de las personas, suele advertir acerca de su finalidad y, de modo explícito, sus modelos representaban estándares de belleza, fama o probabilidades de acceso a bienes y servicios que, por lógica comparación, no se mimetizan con la mayoría de la población. El «ideal», en publicidad, contrasta con lo «universal». En cambio, el sesgo algorítmico de las redes exhibe a «gente como uno» con experiencias de vida perfectas que pueden frustrar a quienes no logran establecer distancia crítica con esos mensajes o regular su uso de internet. Es decir, puede ser complejo para niñas, niños y adolescentes y para personas que padecen problemas de salud mental.
Lo mismo ocurre con el llamado FOMO («fear of missing out», miedo a perderse algo): puesto que la exhibición de la vida personal es constante en redes sociodigitales, jóvenes y adolescentes observan espacios y experiencias que tuvieron sus pares y ellos no, sintiéndose excluidos.
Además de ser un aporte al diseño de políticas de salud pública, el análisis comparado de estudios clínicos es un insumo para la regulación legal de plataformas digitales cuyo modelo de negocios no ha sido cuidadoso con los efectos en jóvenes y adolescentes de la programación algorítmica y los filtros impuestos por las compañías de Internet, tal y como reveló la exempleada de Meta (Facebook), Frances Haugen, en septiembre de 2021.
Las academias de pediatría europea y estadounidense recomiendan a los médicos familiarizarse con las redes sociodigitales y las plataformas que utilizan sus pacientes menores de edad, para poder acercarse a una mejor comprensión sobre sus impactos positivos y negativos. El shock tecnológico digital es reciente en términos históricos y el camino para avanzar en su comprensión pasa por abandonar prejuicios, observar y escuchar con atención sus novedades.

Foto: Juan Quiles

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