Opinión | A fondo

La ley de un país mejor

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La lucha y el triunfo. Miles de mujeres celebraron la aprobación en el Senado. (Télam)

Desde el 30 de diciembre de 2020, la Argentina es un país mejor para vivir, y no solo para las militantes y activistas que desde hace al menos tres décadas vienen luchando por la despenalización del aborto. La sanción de la Ley de Regulación del Acceso a la Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE) representa un cambio radical en la respuesta del Estado hacia las mujeres. Hasta ahora, la enfermedad, la cárcel o la muerte eran una amenaza real para quienes decidían abortar. Hoy, en cambio, como lo establece el artículo 2 del proyecto presentado por el Poder Ejecutivo y aprobado por el Senado junto con el llamado «plan de los 1000 días» para la protección de las maternidades deseadas y el cuidado de la primera infancia, las mujeres y personas con capacidad de gestar tienen derecho a decidir la interrupción del embarazo, acceder a la práctica en el sistema de salud, recibir atención postaborto y prevenir los embarazos no intencionales mediante el acceso a información, educación sexual y métodos anticonceptivos eficaces. Punto por punto, el texto recoge la consigna histórica de «educación sexual para decidir, anticonceptivos para no abortar, aborto legal para no morir».  
Desde el 30 de diciembre de 2020, la Argentina es un país mejor para todas las mujeres: por ejemplo, para las niñas de entre 10 y 14 años violadas y embarazadas que durante décadas fueron obligadas a gestar y a parir, y condenadas a una maternidad forzada y precoz. Según se desprende de un estudio de UNICEF, cada tres horas una de ellas atraviesa un parto. También lo es para las mujeres judicializadas por abortos u otros eventos obstétricos, la mayoría de ellas, tal como informa un trabajo del Centro de Estudios Legales y Sociales, pertenecientes a sectores sociales vulnerables. Para otras, lamentablemente, habrá sido demasiado tarde. Como estima la Campaña por el Derecho al Aborto, desde el retorno de la democracia 3.200 mujeres murieron por abortos realizados en condiciones insalubres.
Que interrumpir un embarazo no signifique poner en riesgo la vida o exponerse a sanciones penales constituye por sí solo un paso histórico, de dimensiones difíciles de calcular. Pero los alcances de lo que sucedió en el Congreso y sus alrededores a fines de diciembre van mucho más allá: se conquistaron derechos, se afirmaron autonomías y se abrieron las puertas a nuevas luchas emancipatorias. La marea verde que ganó la calle reveló, como en otras pocas oportunidades de la historia reciente, la potencia de las multitudes movilizadas. La plaza –la del Congreso y las de innumerables ciudades del país– fue un espacio compartido por mujeres, lesbianas, trans, travestis, trabajadoras, estudiantes, amas de casa como parte de un colectivo diverso e inclusivo. Por cierto, también hubo un Gobierno que supo escuchar sus demandas y un paciente trabajo parlamentario que sumó indecisos y precipitó el éxito por un margen mayor al esperado, pero el papel del sujeto político que emergió en la lucha por la legalización del aborto es una de las grandes novedades políticas de los últimos años. Ese movimiento empecinado y abierto a distintas identidades de género puso en primer plano la dimensión central de la política en las vidas individuales y colectivas. Que en el debate parlamentario se hablara de cuerpos, de libertad, de autonomía, de decisiones, de amor y de deseo, que el sexo y el género aparecieran como variables relevantes de la discusión pública, que las tradiciones feministas fueran reivindicadas en recintos parlamentarios poco receptivos a las luchas populares son algunos ejemplos de estas transformaciones. Por eso, además de proteger la vida y reconocer la autonomía de las mujeres, la legalización del aborto es un paso decisivo hacia una sociedad más respetuosa de los derechos de todos.

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