Opinión | A fondo

La marca de la mano dura

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Su gestión comenzó con 42 gendarmes muertos tras desbarrancar el micro en el que se trasladaban hacia San Salvador de Jujuy para desalojar un acampe de la organización Tupac Amaru. También con represión a trabajadores de Cresta Roja, cuyo saldo fue de 24 manifestantes heridos al ser desplazados de la autopista Ricchieri a palazos y balas de goma. Y dos hechos más en las primeras semanas al frente del Ministerio: la fuga del penal de General Alvear de tres presos notables, recapturados recién dos semanas después. Y, ya en enero de 2016, un brutal tiroteo en un operativo en la villa 1-11-14 del Bajo Flores mientras ensayaba la murga Los Auténticos Reyes del Ritmo, con niños y jóvenes bailando al son de los tambores. 12 heridos, 7 de ellos menores, fue el resultado del accionar de las fuerzas policiales. De entrada nomás Patricia Bullrich mostró los dientes. Lo suyo no sería una política de control del delito con participación ciudadana y enfoque democrático. Lejos de eso, el punitivismo y la represión a las expresiones de protesta aparecían como las marcas identitarias del gobierno de Cambiemos en este plano. Y así fue hasta el final de la gestión. Según el informe de la Coordinadora Contra la Represión Policial e Institucional (CORREPI), en el último año se produjo una muerte por violencia estatal cada 22 horas, la estadística más alta desde el regreso de los gobiernos constitucionales.
La línea establecida desde la Nación institucionalizó algunos ejes mediante los protocolos de manifestaciones, emergencia de seguridad, derribo de aviones, uso de armas de fuego por parte de las fuerzas de seguridad. Esos documentos sentaron las bases de una política que tuvo entre sus puntos salientes la cerrada defensa oficial de la actuación de los gendarmes –y quienes dieron las órdenes en ese operativo– en la represión desatada en Cushamen que terminó con la muerte de Santiago Maldonado, cuyo cuerpo apareció 78 días después en un lugar que había sido revisado varias veces en ese período. Y cuando hizo lo propio con el asesinato de Rafael Nahuel en Villa Mascardi. Y en las marchas contra la reforma previsional que intentó el macrismo, en diciembre de 2017, cuando el multitudinario repudio al ajuste culminó, represión mediante, con casi 300 heridos y decenas de detenidos. En lo simbólico, quizás el gesto más trascendente de Bullrich fue llevar a la Casa Rosada al policía Luis Chocobar, quien mató por la espalda a un ladrón que había asaltado a un turista en Buenos Aires. La imagen del abrazo del agente y el presidente Mauricio Macri, con la ministra sonriente por detrás, fue la rúbrica oficial al gatillo fácil como política de Estado.  
Así, lo nacional se trasladó como eje de acción a las fuerzas comandadas por los gobiernos afines de la Ciudad y la provincia de Buenos Aires. La Bonaerense, con una larga y trágica historia en la materia, hizo lo suyo. La masacre de San Miguel del Monte y los muertos en comisarías de Pergamino y Esteban Echeverría quizás sean los hechos más ilustrativos de un accionar sin el control debido por parte de autoridades con compromiso ciudadano. En igual sentido, la Policía de la Ciudad se caracterizó en los últimos años por sus violentos operativos contra vendedores callejeros, personas en situación de calle e inmigrantes.
«Este es un país libre, el que quiere andar armado, que ande armado», sentenció Bullrich. Tanto como ese incentivo a la justicia por mano propia, la ministra impulsó desembozadamente el control violento de la calle, un clima represivo para las organizaciones sociales y el aliento al uso de armas para la Policía. Contó para ello con el apoyo de poderosos medios de comunicación adictos que hicieron su aporte a la estigmatización de los sectores sociales apuntados por el Gobierno como enemigos. De ese modo, el macrismo exhibió el vínculo indisoluble entre los proyectos neoliberales y su receta de ajuste y recorte de derechos sociales, con una acción coercitiva que ponga límites a las manifestaciones de protesta y resistencia.


(Télam)

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