Opinión | A fondo

La marea que no cesa

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8 de marzo. La convocatoria de las marchas y los paros crece año a año. (Jorge Aloy)

Un «nosotras» inclusivo y abierto a identidades que van más allá de la gramática y la biología se está gestando en las calles, en las casas, en escuelas y universidades, en lugares de trabajo. Es una construcción cotidiana cuyos efectos se hacen más visibles en ciertas ocasiones: los debates sobre la legalización del aborto, la celebración del Día Internacional de la Mujer, los pañuelazos, los encuentros nacionales de mujeres. Como si la suma de los imperceptibles movimientos del agua se manifestara de repente en una pleamar extraordinaria. No por nada se habla de marea: la marea verde y violeta que, cada 8 de marzo, con la legalización del aborto y la denuncia de los femicidios como principales banderas, revela la magnitud de la transformación que se está gestando en la sociedad.
Primero fue un grito colectivo: «Dejen de matarnos». Surgido en 2015 tras el femicidio de la adolescente rosarina Chiara Páez, el movimiento Ni Una Menos ganó masividad, repercusión y apoyos. La ampliación de los reclamos se conjugó con formas inéditas de lucha, como el paro de mujeres, convocado por primera vez en 2016 tras otro femicidio: el de Lucía Pérez, una adolescente de Mar del Plata cuya muerte conmovió al país. La modalidad traspasó las fronteras y se multiplicó en decenas de idiomas y territorios, uniendo en una multitud diversa y al mismo tiempo unánime a mujeres, lesbianas, trans y travestis de distintos países. Las integrantes del colectivo hablan, con razón, de un nuevo internacionalismo, de signo feminista y carácter radical, que parece estar en condiciones de tomar la posta de otros movimientos emancipatorios, con los que, al mismo tiempo, comparte banderas y luchas. Lo expresaron con claridad las mujeres de la villa 21-24 y Zavaleta en su convocatoria al paro internacional feminista del año pasado: «Paramos porque nos matan cada 18 horas, porque si tenés la dirección en la villa no te contratan en los trabajos, porque si sos torta en el barrio la pasás peor, porque tenemos poco acceso a la salud en el barrio, las ambulancias no entran y las instituciones de salud las vacían. Marchamos contra las políticas de ajuste de este Gobierno que afectan a nuestro pueblo y a nosotras nos afectan el doble». En su lucha por una constante ampliación de derechos, la potencia igualitaria del pensamiento y la práctica feminista es capaz de cuestionar también otras formas de violencia e inequidad.
Las nuevas palabras del lenguaje de la lucha, surgidas al calor de las movilizaciones o en espacios académicos igualmente críticos, ayudan a entender el cambio. Si el término «sororidad» surgió para designar un lazo de solidaridad que es, al mismo tiempo, afectuoso y político, hablar de femicidios, travesticidios o transfemicidios permite hacer visible lo que siempre había estado ahí, pero innombrado, o encubierto bajo eufemismos como «crímenes pasionales», tan habituales hace tan solo una década.
En tiempos de neoliberalismo global, ocupar los espacios comunes junto a otras, a otros, a otres, es una apuesta fuertemente política. La calle es el lugar de encuentro en el que la multitud, por su sola presencia, pone en cuestión las reglas de un juego político que, cada vez más, restringe la participación, privatiza lo público e instaura vallas reales y simbólicas. También contra esas vallas marchan las mujeres, las lesbianas, las trans, las travestis, las amas de casa, las trabajadoras, las desocupadas, las cooperativistas, las profesionales, las madres, las hijas, las abuelas, las nietas. Pero no están solas. La conciencia de que otras fuentes de injusticia –desde la raza hasta la condición de inmigrantes, desde la clase hasta la orientación sexual– conviven con la desigualdad de género convierte a la lucha del feminismo en una lucha por una vida más digna para todas y todos, más allá de la gramática y la biología.

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