12 de agosto de 2020
(Facundo Nívolo)La pandemia ha revelado los límites del proyecto civilizatorio neoliberal en todos los campos y, muy especialmente, en el de la educación. Antes de que el virus se transformara en lo que es hoy, había un proyecto educativo promovido por las élites que ha sido denominado por el pedagogo venezolano Luis Bonilla como «apagón pedagógico». Tal propuesta supone la impugnación de todo debate sobre las preguntas fundamentales del para qué y el cómo educar imponiendo la repuesta de la «calidad educativa». Para la perspectiva tecnocrática, la buena educación es equivalente al logro de resultados aceptables de operativos estandarizados de evaluación. Un segundo rasgo ha sido la instalación de la tecnología como dispositivo pedagógico fundamental con el correspondiente reemplazo del tutor por el educador en el aula y, en tercer lugar, la descalificación abierta y sin atenuantes de los docentes, las instituciones escolares y los sistemas educativos. En su lugar, el movimiento de «educación en los hogares» y la afirmación del Banco Mundial acerca de que lo importante es qué se aprende y no qué, quién o cómo se enseña, expresa la más monumental y coordinada campaña de desmantelamiento de la tradicional educación pública.
Los cambios que deben desplegarse son materia de disputa. Mientras que para una posición se debe reconfigurar una educación al servicio del mercado, otras se proponen construir una educación de inspiración democrática y emancipadora.
La cuarentena exigió la reformulación de la vida escolar, y muy pronto aquellas desigualdades que se expresaban en la vieja normalidad no hicieron sino profundizarse. Las y los educandos tenían acceso diferenciado a equipamiento, a conectividad, a condiciones espaciales y familiares, a la cobertura de derechos elementales como la alimentación o la salud: tales inequidades se expresaron inequívocamente en el período de cuarentena. Otro tanto pasaba con los docentes: una reciente encuesta de la CTERA, «Salud y condiciones de trabajo docente en tiempos de emergencia sanitaria COVID-19», revela que hubo una drástica transformación de la jornada educativa y que, entre los y las educadoras, había un desigual acceso a equipamiento, conectividad, espacios físicos y tiempos disponibles.
Por otro lado, la emergencia reveló novedades que habilitan hipótesis esperanzadoras. En muchas instituciones, como nunca antes, se desplegó un trabajo colectivo docente con inéditos niveles de comunicación, intercambios fértiles e intensos sobre para qué, cómo y qué enseñar. Hubo también aceitadas y eficaces formas de articulación entre equipos docentes, directivos y supervisiones, generando estrategias colaborativas integradas a nivel vertical y horizontal del sistema. Por su parte, el Ministerio de Educación impulsó una estrategia de consultas y diálogos que permitieron tomar decisiones en el contexto de la emergencia mucho más democráticas. No solo porque se impulsa la creación de una plataforma digital pública, se imprimen grandes cantidades de material educativo o se usa la TV, la radio o internet como canales de acompañamiento pedagógico sino porque se acuerdan condiciones laborales docentes que resguarden la salud de los y las trabajadoras de la educación o se ensayan los modos de evaluar el modo en que el sistema educativo da respuestas para hacer efectivo el derecho a la educación aún en contextos difíciles. Finalmente aquí, la relación entre docentes y estudiantes acercó como nunca a la escuela con los hogares, y la cotidianeidad se convierte en objeto de la relación pedagógica ligando la educación y la vida, poniendo en diálogo saberes de la ciencia y el territorio, haciendo vivo un modelo de construcción curricular novedoso.
Se ve, pues, como la pandemia es una gigantesca escuela en la que conviven conflictivamente proyectos antagónicos. La lucha por la educación del futuro se libra hoy en las comunidades educativas frente a las voraces corporaciones educativas. Y se sabe, como enseña Bertolt Brecht: «Quien lucha, puede perder. El que no lucha, ha perdido ya».