Opinión | A fondo

La trampa del juego

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Soledad, razones familiares, desesperanza, motivos económicos, separaciones, fallecimiento de algún ser querido o el nido vacío tras la partida de los hijos constituyen las principales motivaciones de las personas que llaman a la línea de ayuda al jugador compulsivo de la ciudad de Buenos Aires. En total, estas constituyen el 63,1% de las razones que los llevan a jugar, frente al 14,4% que dice hacerlo sólo «por diversión». En bingos, casinos e hipódromos, esos ambientes presuntamente lúdicos, donde, sin embargo, reina cierto aire de ansiedad y angustia, cuesta encontrar manifestaciones del placer y la creatividad que suelen estar asociados, desde la infancia, con el juego. Sí hay, y por millones, dinero: dinero que se escurre como arena de las manos de los jugadores.
En 2013, los argentinos apostaron 105.600 millones de pesos en bingos, casinos y billetes de lotería, según informan Ramón Indart y Federico Poore en el libro El poder del juego. Los periodistas accedieron a este dato tras una ardua investigación, ya que ningún organismo estatal está dispuesto a hacer pública la información sobre el volumen de una de las actividades económicas más rentables y que más crecieron en los últimos 10 años.
A la industria del azar no suelen afectarla las turbulencias financieras. En la crisis de 2007-2008, por ejemplo, el sector resultó «uno de los menos perjudicados en un escenario de fuerte desaceleración de la economía, porque, aun en el peor momento, la gente siguió apostando», tal como asegura una investigación realizada por el Departamento de Ludopatía del Instituto del Juego y Apuestas de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Por un lado, las promesas de dinero fácil y rápido se vuelven más seductoras en tiempos de incertidumbre. Pero, además, agrega el informe, «el propio Estado –socio mayoritario en esta actividad– también recurrió al juego como una fuente de financiamiento para hacer frente a sus gastos e inversiones». Desde mediados de los 90, cuando se produjo la transferencia de la regulación y la recaudación de los juegos de azar del Estado Nacional a las provincias, este sector fue fuente de financiamiento permanente para gobernadores de todos los signos políticos.
En la Argentina hay más de 500 casinos. La provincia de Buenos Aires tiene 21.870 máquinas tragamonedas, 6.031 la ciudad de Buenos Aires y 1.246 una provincia como tierra del Fuego, de tan sólo 127.000 habitantes Pero no se trata sólo de un crecimiento cuantitativo. «En los últimos años, la expansión mundial de los juegos de azar se acompañó de una transformación en el modo de jugar de gran cantidad de individuos, llevándolos en algunos casos a convertirse en jugadores compulsivos o patológicos», señala el Departamento de Ludopatía del Instituto del Juego porteño, organismo que estima que las personas con problemas relacionados con el juego representan un 2,5% de la población adulta. Considerada por algunos como una expresión más del hiperconsumismo de las sociedades contemporáneas, catalogada por la Organización Mundial de la Salud como un trastorno mental, responsable de numerosas tragedias individuales y familiares, la ludopatía encuentra en la Argentina condiciones particularmente favorables para su desarrollo, con regulaciones cada vez más flexibles y un Estado que parece enfrentar el tema con criterios exclusivamente recaudatorios.
El mercado argentino –analizan, por su parte, Indart y Poore– es un mercado «de casinos locales», donde los jugadores van dos, tres o cuatro veces por semana a la sala de juego de su localidad o barrio. Las principales fuentes de ingresos del sector son hoy las máquinas tragamonedas, que, sobre todo en la provincia de Buenos Aires, recaudan más que las ruletas de los casinos cinco estrellas y el glamour algo anticuado de sus mesas de paño verde. De ahí viene gran parte del dinero que moviliza el juego en la Argentina: de cientos de miles de habitantes del Conurbano, de ingresos medios a bajos, que alimentan con sus apuestas cotidianas un negocio en el que siempre gana la banca.