Opinión | A fondo

Lawfare en América Latina

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San Pablo. Reclamo por la libertad del expresidente brasileño Lula Da Silva. (Almeida / AFP / Dachary)

El término, al parecer, tuvo su origen en ámbitos militares o relacionados con lo militar, significando la importancia de deslegitimar al adversario jurídicamente (en base al derecho internacional) y con ello ganar en la correlación de fuerzas para vencer sin la aplicación de poder militar o mejorar las condiciones para la aplicación de dicha fuerza, siguiendo la fórmula de Von Clausewitz acerca de la íntima relación entre la guerra (fuerza directa) y la política (fuerza ideológica).
En América Latina, sin embargo, el sentido del término tuvo su adaptación a las necesidades locales de la geopolítica imperial estadounidense. Aquí, lawfare significa desplazar del poder o impedir que accedan al poder gobiernos populares (considerados populistas) por medio de la imputación falsa de comisión de delitos, pero tomada por ciertos jueces y fiscales como legítima. Acompañado ello por una fuerte difusión mediática que da, sin mayores reflexiones, por ajustada a derecho la prevaricante intervención judicial (prevaricato es el delito previsto en nuestro código penal cometido por un juez que resuelve o falla contrario a derecho, sabiendo que lo hace así y con intención de hacerlo).
El origen militar del término no queda del todo oculto en este caso, ya que lo que hacen en nuestros países las embajadas de Estados Unidos, en connivencia con las derechas vernáculas, es reemplazar por medio de lawfare a los golpes militares, recurrentes durante casi todo el siglo XX. Es famoso aquel dicho según el cual el único país en el que no había golpes de Estado era EE.UU., precisamente porque allí no había embajada norteamericana. En la actualidad, aquellos golpes no serían viables o, al menos, no serían sustentables en el nuevo contexto geopolítico global.
Este artificio político, en cuya factura concurren jueces corruptos, medios hegemónicos y políticos de derecha, todos bajo la bendición de the embassy, se apoya en el descreimiento generalizado en la política y, particularmente, en los políticos, extendida entre grandes sectores sociales, a partir –y esto es lo perverso del asunto– de las frustraciones sufridas  por la  mentira de los políticos de derecha y neoliberales, y los desastres económicos que esas políticas han causado, hundiendo y endeudando a nuestras economías.
Ese asqueo del público en general frente a los hechos de corrupción, particularmente las «coimas» y prebendas que se cometieron históricamente desde el ámbito de la política de las derechas en los países de Latinoamérica, operó sobre el inconsciente colectivo y terminó por generar sospechas sobre toda la «clase política» en general sin discriminaciones.
Y así se viene llevando a cabo en nuestros países la más injusta y perversa de las maniobras, que es la de que en este momento estén detenidos por mandato judicial o sospechados de comisión de delitos de corrupción líderes populares honestos, que venían luchando contra esa corrupción histórica de los gobiernos de derecha, y que aparecían claramente como alternativa a los mismos. Entre ellos están Lula Da Silva y Dilma Rousseff, en Brasil, Rafael Correa y Jorge Glas, en Ecuador, y Cristina Fernández y Amado Boudou, en Argentina, junto con exmiembros de sus gobiernos.
Es decir que la derecha, gran corrupta por naturaleza, ha logrado criminalizar como corruptos precisamente a sus adversarios progresistas o de izquierda, sentándolos a ellos en el banquillo de los acusados cuando debía ser ella la que estuviera allí.
Un dicho popular reza: «La mentira tiene patas cortas». Deberán ser los movimientos populares los que desbaraten ese artificioso armado y pongan en evidencia a los verdaderos culpables de la corrupción, que esta vez deberán ser sentados en el banquillo junto con los jueces prevaricadores que han sido sus cómplices.

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