Opinión

Washington Uranga

Periodista, docente e investigador

Mediatizar el miedo

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Foto: Getty Images

Para el equipo de gobierno que encabeza el presidente Javier Milei, la denominada «batalla cultural» es parte esencial de su estrategia de poder porque, según ha quedado demostrado, desecha todo otro método conocido de acumulación política, que atribuye invariablemente a «la casta», aunque nadie del mundo libertario podría quedar fuera de la presunta «casta». 

Pero dejemos este tema y volvamos a la mentada «batalla cultural».

La primera etapa de la pretendida batalla estuvo claramente apoyada en lo simbólico. Milei dio su primer mensaje presidencial de espaldas al Congreso, calificó de manera violenta y despectiva a los representantes legítimos del pueblo, adjetivó al Estado, pero también modificó los nombres de edificios públicos, de lugares emblemáticos… hasta el de un gasoducto. La manía mesiánica que mueve al presidente lo lleva a sostener que con él se inaugura una etapa fundacional de la Argentina que rechaza y desestima todo lo anterior: en lo precedente no hay nada que valga la pena ser considerado. Cambiar los nombres, re-nominar, es una manera de negar lo anterior. Todo es nuevo, nada de lo precedente sirve ni tiene valor.

Fue un momento seguido de una segunda etapa en la que fueron creciendo sistemáticamente las manifestaciones de odio. No solo hay que borrar lo anterior, sino que hay que odiar. Para hacerlo se utiliza la descalificación, la mentira, la difamación. La práctica del odio fue en permanente crecimiento. Primero fueron los rivales políticos. Después, las y los trabajadores (del Estado en primera instancia) cuando se mostraron dispuestos a defender sus derechos contra el avance de la motosierra. A renglón seguido, todas y todos aquellos que desde la cultura y las artes pudieran encarnar un sentir popular opuesto al decálogo libertario. No hay recurso que no se utilice con este fin. Tampoco hay límite para la expresión grosera, descalificadora o directamente pornográfica. También se puso en tela de juicio la honorabilidad de las personas: nadie puede opinar distinto del Gobierno por propio convencimiento… quienes discrepan lo hacen porque son corruptos o ensobrados –hasta traidores–, sean políticos, periodistas o personalidades de la cultura. Hasta quienes en un momento fueron propios (economistas, políticos o periodistas) son blanco de ataque frente a la mínima señal de no alineamiento.

Estamos comenzando a transitar la tercera etapa destinada a generar miedo. Miedo a pensar diferente, a ser estigmatizados por el simple hecho de expresarse de manera distinta a lo que el presidente y su coro de acólitos dicen, a construir manifestaciones de rechazo a las medidas adoptadas por el régimen autoritario y contrario a los principios constitucionales que hoy rige en el país. La ley, entendida como pacto básico de convivencia, pierde sentido. La única «ley» es la del más fuerte: en la economía, en la política, en las relaciones humanas. 

Esta tercera etapa no deja de lado las anteriores, sino que la sintetiza en actitudes y medidas que suman a la agresión, al descrédito y al odio la sensación fehaciente de que las amenazas de atropellos (que van desde la quita de las fuentes de trabajo, hasta la represión y la cárcel sin motivos legales valederos y basada en acusaciones insostenibles) pueden transformarse, de un día para otro y sin motivo cierto, en realidad palpable y sufriente. Le puede caber a cualquiera por el solo hecho de disentir.

El discurso del miedo puede definirse como aquella comunicación amenazante capaz de generar la conciencia simbólica y la expectativa de que el peligro y el riesgo son una característica central e ineludible de nuestra vida cotidiana. 

Incitación. Tuiteros paraoficiales llaman a las fuerzas armadas para vulnerar las instituciones y la paz social.

Foto: redes sociales

Estamos viviendo esta etapa de la generación del miedo como arma política que intenta acallar todo atisbo de reacción democrática. Ya no se trata solo de inhabilitar la calle como legítimo escenario de la protesta democrática. No alcanza con eso. En esta etapa del miedo se trata lisa y llanamente de salir a «cazar» a las voces disidentes para acallarlas por la fuerza de los palos o la violencia simbólica en plataformas y redes. Y cuando ello no sea suficiente, están las cárceles para encerrar con la ayuda de sectores de la Justicia cómplice.

Todo este proceso ha estado acompañado por el ejercicio permanente de la represión, física cuando así lo consideraron, pero también basada en los aprietes con base en la inteligencia clandestina y los espionajes ilegales. También mediante el uso de artimañas para violar acuerdos y normas propias de la democracia. El ámbito legislativo y el judicial han sido permanentes escenarios de lo anterior.

Hasta el sistema corporativo de medios y los periodistas afines al mileísmo ya comenzaron a alzar la voz y a tomar distancia. Seguramente no por conciencia o compromiso, sino porque el olfato les dice que el paso siguiente –sobre todo frente a un posible fracaso del modelo económico– estará dominado por el «vamos por todo». Y frente a esa determinación, nadie está a salvo porque hasta quienes fueron aliados pueden ser reinterpretados como una presencia amenazante que debe ser eliminada. Porque todos son enemigos y cualquiera puede ser calificado de «terrorista» por el solo hecho de oponerse a la pretendida «libertad» oficial… que avanza sobre la democracia vigente cuyos principios, y a pesar de sus defectos, sigue siendo el principal resguardo de la igualdad de derechos. 

Nada es casual. Todo es parte de una estrategia perversamente pensada. Creer algo distinto revela ingenuidad. No denunciarlo es insensatez, cobardía o complicidad.

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