22 de septiembre de 2024
En un grupo de WhatsApp de «papis» de + 45, uno de sus integrantes se queja porque su esposa anda con «los calores» y lo destapa por las noches al quitar el acolchado en la cama que comparten. A veces, incluso –dice– se le ocurre prender el aire acondicionado y él se muere de frío. No usa ese verbo. Es más enfático. Lo dice molesto o eso parece. No hay emoji de risas. La queja abre la conversación. No es el único. Otros papis reconocen que tienen el mismo desencuentro nocturno con sus parejas.
–¡Están menopáusicas!– lanza uno, en el mismo chat.
Aunque los mensajes escritos no tienen tonos, se puede imaginar. ¿Hay desprecio? Seguro no fue solo una frase informativa. Tampoco un intento de comprender y tener empatía con las mujeres que dejan de menstruar y por tanto, tienen una caída abrupta en la producción de hormonas como estrógenos y progesterona que son la llave de mucho más que la fertilidad femenina. Afectan a varios instrumentos de la orquesta, que puede empezar a sonar desafinada. Pero pocos varones, me atrevo a suponer, lo saben.
La palabra «menopáusica» se usa todavía casi como insulto. En una sociedad que venera la juventud, está cargada de estigma. ¿Cuánto saben maridos, novios, amantes, parejas sexoafectivas de mujeres +50 sobre la menopausia? Si ni siquiera la mayoría de nosotras llegamos a la menopausia sabiendo sobre los cambios que pueden avecinarse en nuestros cuerpos y nuestras vidas, mucha menos información tienen ellos. Para nosotras es un aterrizaje a oscuras. Sin radar, sin plan de viaje. Muchas veces, sin siquiera una torre de control que nos guíe.
La menopausia no es una enfermedad sino una transformación natural, pero puede causarnos muchos cambios que ni siquiera imaginamos. ¿Por qué hay tanto silencio todavía, incluso entre nosotras, sobre esas consecuencias sobre las cuáles nadie nos alerta? ¿Por qué una vez que dejamos de tener capacidad reproductora, las políticas públicas de salud nos eliminan como sujetas de derechos? ¿Por qué hay en el país pocos ginecólogos y ginecólogas especializados que nos orienten con alternativas terapéuticas que nos ayuden a transitar mejor esta etapa?
La mayoría de las personas no sabe que la menopausia es un día, el de la última menstruación –pero se determina retrospectivamente, es decir, cuando pasaron 12 meses consecutivos sin sangrado–. El climaterio, en cambio, hace referencia a la transición desde la etapa reproductiva hasta la no reproductiva: es un período que se inicia aproximadamente 5 años antes de la menopausia y su duración es de 10 a 15 años.
Para 2025, más de mil millones de mujeres en todo el mundo habremos experimentado la perimenopusia –así se llama la previa– y la mayoría llegará sabiendo poco o nada, aunque cada vez se está hablando más del tema. Se estima que 7 de cada diez mujeres experimentan alguno de esos molestos signos corporales asociados a la «gran M».
En los últimos días, en redes sociales se viralizó un video en el que una diputada de Más Madrid, Alicia Torija, habla en la Asamblea de la Comunidad de Madrid sobre la menopausia. La intervención, que es del año pasado, no pierde vigencia. Torija enumera testimonios de mujeres que revelan su desconocimiento o desconcierto y ofrece alguna cifra de España: «Hay un 39% de mujeres que dice no haber recibido nunca ninguna información sobre los numerosos tratamientos que existen para la sintomatología de la menopausia». También afirma: «La menopausia no es una enfermedad. Pero el hipoestrogenismo aumenta el riesgo de demencia, convierte a la mujer en más vulnerable a enfermedades cardiovasculares o infarto cerebral, aumenta el riesgo de osteoporosis, la niebla mental o la incidencia de la depresión. No es una enfermedad pero sí son enfermedades las consecuencias de su no tratamiento», sostiene. Torija está intentando incluir el tema en la discusión pública y política.
Pocos países tienen políticas públicas de salud vinculadas a la menopausia y el climaterio. En Reino Unido se promovió, pero desde una perspectiva laboral. Cada vez más empresas inglesas están implementado programas para romper el silencio en torno a la Gran M con el objetivo de que aquellas mujeres que enfrentan signos corporales agudos, como sofocos a repetición, puedan lidiar con ellos de la mejor manera y no se vean empujadas a dejar de trabajar.
El movimiento surgió hace pocos años –antes de la pandemia de Covid– y a partir del alerta que dieron algunas encuestas: en 2019, un relevamiento del Chartered Institute of Personnel and Development (CIPD), una asociación de profesionales de recursos humanos, encontró que 3 de cada 5 mujeres que rondaban la menopausia, generalmente de entre 45 y 55 años, se habían visto afectadas negativamente en el trabajo; otro estudio, de BUPA, una compañía de seguros médicos, reveló que casi 900.000 mujeres en Gran Bretaña habían dejado sus trabajo debido a los cambios corporales asociados a la menopausia.
Después de largas audiencias en el Parlamento, se empujó a las empresas a cambiar los uniformes para que sean más livianos o colocar ventiladores de escritorio, entre otras medidas, que incluyen charlas de sensibilización entre el personal en las compañías, pero además, la incorporación del estudio del climaterio en las carreras de Medicina y su inclusión como tema en la educación sexual integral.
El riesgo de que el abordaje sea solo desde una perspectiva laboral es que se instale un nuevo estigma sobre las mujeres si lo que se busca es encontrar una solución a un problema de productividad o de inserción en el mercado de trabajo. Lo último que necesitamos es otra razón para la discriminación laboral.
La discusión, claro, está lejos de llegar al país, donde la crisis económica impone otras urgencias. De todas formas, se debería lograr que se establezcan protocolos de atención para que todas las mujeres y personas con capacidad de menstruar tengan acceso a información y tratamientos validados científicamente y que se incorpore su cobertura al Plan Médico Obligatorio –para aquellas que los necesiten–. Y que no sea un privilegio mejorar nuestra calidad de vida. Las mujeres mayores de 40 años no estamos consideradas en las políticas de salud sexual, salvo para la prevención de los cánceres ginecológicos (cervicouterinos y de mamas). Cuando dejamos de ser fértiles la salud pública nos desconoce o nos deja a la deriva.
En 1960, la esperanza de vida promedio para una mujer en la Argentina era de casi 67 años. En 2021, llegaba a 78 años y según las proyecciones del INDEC, se calcula que para 2035, será de 84 años. Debería ser política pública prepararnos de la mejor manera para transitar un envejecimiento saludable. Si no es esperable que la iniciativa la tome el Ministerio de Salud de la Nación de un Gobierno liberatario, al menos las provincias deberían tomar la posta.