Opinión

Ezequiel Fernández Moores

Periodista

Regreso con obstáculos

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Rosarinos en Lanús. En la segunda fecha, Central llevó su gente al estadio Néstor Díaz Pérez. 

Foto: Getty Images

La decisión, política, es un paso adelante, pero choca con la realidad. El fútbol argentino, aun en su crisis profunda de juego, celebra vueltas como las de Ángel Di María y Leandro Paredes. Pero el regreso atenuado de los visitantes, un punto más estructural, marca el inicio del intento de remover un status quo que parecía ya decretado en letra de piedra. Es cierto, hubo graves incidentes en algunos estadios estos últimos quince días. Pero no por la vuelta de los visitantes. Fueron, casi todos, peleas internas, el problema central de estos años. Barras que se disputan poder para ver quién manda dentro de su propio club.

La más grave ocurrió el sábado último en el Estadio José María Minella entre barras de Aldosivi (en el empate sin goles contra Newell’s). Se trató de barras enojados (facción de «Plaza Italia»), porque, fracasada la ilusión de la toma del poder, atacaron a la barra oficial («Nuevo Golf»). ¿El objetivo? Ensuciar la supuesta tranquilidad en la tribuna y así arrastrar al «jefe» de turno, al que «garantiza» la paz a cambio de las prebendas de siempre. Y que así se convierte en el dueño de casi todo lo que suceda dentro del estadio y en sus alrededores. Territorio del «Indio» Coman, según lo identificó el colega Gustavo Grabia. La puja incluye supuesta liviandad judicial y acuerdos con el poder, balazos, quema de autos a jugadores y de casas y, tras los episodios del sábado, nadie que denuncie a nadie. Omertá. Nada nuevo bajo el sol.

También el último sábado fue grave el estallido de la barra de Deportivo Morón que obligó a suspender media hora el partido contra Chacarita. Otra vez puja interna, como la de una semana antes entre barras de Instituto, en la caída del equipo cordobés 4-0 contra River, en el Estadio Mario Alberto Kempes. Ese fue el fin de semana que marcó la vuelta oficial de los visitantes en nuestra Primera división luego de doce años, tras el asesinato de Javier Gerez, hincha de Lanús, baleado a quemarropa por un policía apenas minutos antes de un partido contra Estudiantes, en el Estadio Único de La Plata. Responsabilidad policial que quedó impune y por la cual pagaron los hinchas, a partir de allí, prohibidos de alentar a sus equipos fuera de casa.


Batallas internas

El partido bautismal de la vuelta de los visitantes, Lanús-Rosario Central el sábado 19 de julio, salió bien. No así, apenas un rato más tarde, el de Instituto, cuyas barras se pelearon en la platea Ardiles del Kempes apenas terminó el partido contra River. Fue inesperado. Porque solo horas antes del partido, el diario La Voz del Interior, contó que las dos facciones de la barra de Instituto («Los Capapangas» liderados por Darío «Ruludo» Ontivero y «Los Ranchos» del exarquero Gustavo «Tenaza» Moyano) habían establecido un histórico acuerdo de paz. Y, mayor sorpresa aún, que el acuerdo se había establecido con intervención del poder político. Fue un trabajo de ocho meses del Comité de Seguridad Deportiva de Córdoba (Cosedepro) que incluyó a Débora Fortuna, directora de Mediación del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la provincia de Córdoba, a la policía y, también, a tres referentes de cada barra.

Tiene un punto interesante saber que, durante la prohibición de hinchas visitantes, el poder del Estado (al menos en el caso de Instituto) actuó con otras herramientas y no se refugió en la mera represión. Pero la reaparición de la violencia (hinchas de Central Ballester agredieron el último domingo al periodista Luis Ventura, DT de Victoriano Arenas) ratificó a su vez lo complejo que implica negociar con quienes, con poco que perder, actuaron casi siempre bajo el poder extorsivo de las balas y los palos. Y de su territorio inexpugnable. Fue justamente en el Kempes donde murió en 2017 Emanuel Balbo, matado a palos. Arrojado de una bandeja a la otra, luego de que alguien mintiera gritando, en plena hinchada de Belgrano, que Balbo era de Talleres. Que Balbo era un «infiltrado» y que osaba pisar territorio rival. Son hechos excepcionales. No porque la violencia haya desaparecido. Sino que ya no suele suceder en su histórico ring central: en la tribuna. Los ajustes internos se mudaron a otros escenarios.

Es cierto que la Copa Argentina se juega desde hace tiempo con hinchas de ambos equipos. Pero el escenario allí es neutral. La disputa por el territorio propio se diluye. Y en esta vuelta atenuada de los visitantes, paso del tiempo mediante, hay otro problema extra: el discurso de odio que hoy domina casi todo. El odio al que piensa distinto es parte triste y fundamental del discurso que representa al presidente Javier Milei y a su ejército de las redes sociales, donde, según estadísticas, se duplicó el arsenal de insultos y agresiones. Suena paradójico que ahora parta nada menos que del fútbol la iniciativa de reaprender a convivir con el «otro». Es un desafío complejo, porque sucede además en tiempos de tribunas supuestamente más tranquilas, que han ayudado a ver un público más diverso en las canchas, más mujeres, más menores. Y porque la Ciudad de Buenos Aires expresó cautela. Y porque los clubes más grandes no adherirán para no afectar a sus propios abonados. Y porque la policía que también asesina no dio grandes señales de cambio. Aún con todo eso, vale la pena el intento. 

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