15 de junio de 2025

Sancionados. Los chicos «leprosos» junto Ignacio Malcorra, en Funes.
Foto: Captura de pantalla
Podemos comprender que se trata acaso de la rivalidad más caliente en el fútbol de Primera. A tal punto que en los últimos cuarenta años hubo un solo jugador que osó vestir las camisetas de uno y de otro (Rodrigo Salinas, en Rosario Central en 2011-12 y en Newell’s Old Boys siete años después, 2019-20).
Podemos comprender también que la rivalidad entre «Canallas» (Central) y «Leprosos» (Newell’s), nacidos con apenas catorce años de diferencia (origen ferroviario en 1889 el primero, alumnos de una escuela anglo-argentina en 1903 el segundo), es viejísima. Que en 1910 Central denunció a Newell’s por intento de soborno y que las disputas crecieron en los años 30, con ambos ya siendo parte del fútbol profesional de Buenos Aires.
Comprender inclusive que la rivalidad incluyó trampas, presiones sindicales y hasta una leyenda urbana de semáforos deliberadamente modificados por Central para demorar el tránsito de una comitiva de la FIFA y ganarle al rival la designación de estadio sede del Mundial 78, jugado finalmente en el «Gigante» de barrio Alberdi y no en el ahora «Marcelo Bielsa» de Parque de la Independencia. Fue el estadio donde Mario Kempes reimpulsó el camino a la primera estrella mundial. Y, también, el del 6-0 a Perú.
La rivalidad derivó en violencia en los 80 y 90, en campo y tribunas. Provocó suspensiones de partidos. «Enemistad pura y dura», como la describió el colega Alejandro Fabri en sus libros sobre la historia de nuestro fútbol. Tiempos en los que, mientras las hinchadas cruzaban insultos, dos ídolos de peso («el Negro» Omar Palma, de Central, y Julio Zamora, de Newell’s) se abrazaban religiosamente en el centro del campo antes de cada partido. «Era como un alto el fuego, a contramano de todo, un acto poético», me dice Kurt Lutman, que jugó en la Primera de Newell’s y hoy escribe delicioso y milita por los derechos humanos.
Comprendemos, cómo no, que la violencia, jamás patrimonio rosarino, se hizo insoportable en todo nuestro fútbol y llevó a la prohibición de hinchas visitantes. Pasamos a jugar sin tribuna rival. El rival no existe. Y comprendemos, por supuesto, que en Rosario se trata de hinchadas dominadas además por el drama del narcotráfico. De no existir en estadios de hinchada única, el rival pasó a dejar de ser nombrado. Mencionarlo se convirtió en mala palabra.
Creímos que el homenaje al ídolo Maxi Rodríguez, con el DT Lionel Scaloni (ambos «leprosos») cobijando el ingreso al estadio de Angel Di María (ídolo «canalla») era ilusión de un tiempo nuevo. Como lo creímos también cuando «Don Angel» (el DT Angel Tulio Zof), que había dirigido a Newell’s, fue luego monumento en Central. O cuando Kily González (Central) confesó su amor por Marcelo Bielsa (Newell’s).
Pero el odio (hasta matar por la camiseta) se multiplicó gracias a las redes. Y ganó elecciones y se instaló en la Casa Rosada. Podemos comprender todo, inclusive la hipocresía de quienes hoy proclaman indignación por los pibes sancionados por Newell’s pero callaron indignaciones peores, y en escenarios que deben ser supuestamente modélicos.

Estadio Marcelo Bielsa. Di María, canalla, en el partido despedida de Maximiliano Rodríguez, referente rojo y negro.
Foto: AFA
Hostilidades y «correctivos»
Podemos comprender absolutamente todo, inclusive nuestra supuesta facilidad (y acaso cierta impunidad) de juzgar el caso a trescientos kilómetros de distancia, sin pisar siquiera el territorio hostil. La cotidianeidad de ese territorio hostil. Y con una tensión que crece porque uno (Newell’s) acumula años de frustraciones y «la herida» exige otra clase de respuesta.
Pero comprender no debería equivaler a justificar. «Disciplinamiento», «correctivo», «medida ejemplificadora». Fueron palabras escuchadas para avalar la sanción de Newell’s a los cinco pibes del club que se tomaron una foto con Ignacio Malcorra, ídolo en Central. «Este muchacho», como lo llamó Juan Ignacio Alvarez, coordinador de inferiores de Newell’s, porque a Malcorra no se lo debe mencionar. Él tampoco existe.
«Alvarez tiene mucho aprendizaje por delante, pero esto lo precede y lo excede», me dice Lutman, azorado porque el discurso bélico de los adultos fue trasladado «a un espacio muy sensible que es el de las infancias». Y porque el estallido del caso Malcorra amenaza con convertir en una orden no escrita la prohibición a esos pibes de fotografiarse con el rival, aunque se llame Di María y retorne al territorio como un héroe de nuestra pelota nacional.
Sí. Podemos comprender todo, inclusive eso de que Newell’s está en año electoral. Pero no queremos justificar todo. Porque de tanto comprender, escribió alguien hace un tiempo, «hasta podemos terminar comprendiendo a Hitler». Comprender, me dice Lutman, no para justificar, sino «para intentar un abordaje más claro».
Y para no naturalizar tanto desastre.