Opinión | A fondo

Un mundo en transición

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Quien analice el escenario internacional con una perspectiva de proceso –como una película– podrá encontrarse con momentos fotográficos que revelan lo que Rafael Correa ha denominado como «época de cambio». La primera escena que resulta impactante fue la reunión de julio pasado en Brasil, en la que los bloques UNASUR y BRICS comenzaron conversaciones acerca de posibles iniciativas conjuntas. El hecho de que esa germinal alianza –que puede denominarse Sur-Sur– prospere, plantea la emergencia de un mundo muy distinto al que conocimos en la última parte del siglo XX, incluso en los términos utilizados para denominar a las distintas posiciones relativas de los países. Que China sea llamada «potencia emergente» cuando es la segunda economía mundial y se prevé, además, que en 2020 pase a ser la primera, resulta un indigerible recurso de poder hegemónico –pero no real–.
Ese mundo que está en transición hacia un nuevo orden no transcurre de manera pacífica, y los viejos poderes resisten con todos sus recursos para sostener la estructura de dominación neocolonial. El capitalismo especulativo y su primacía generan crisis en todos los planos: financiera, productiva, ecológica, social, institucional, política, militar y cultural. En Europa se reiteran las fórmulas del Consenso de Washington con efectos socialmente devastadores que motivan la resistencia de mayorías sociales crecientemente postergadas. La emergencia de nuevos partidos políticos como Syriza en Grecia o Podemos en España, de franca orientación antineoliberal y progresista, acompañan el crecimiento de la protesta con el incremento de sus votantes.
América Latina, en tanto, viene transitando desde el fin del siglo XX un camino que recupera el proyecto de Patria Grande en el que conviven, de manera compleja, gobiernos neoliberales con otros que proclaman la voluntad de construir el socialismo del siglo XXI, así como nacionales y populares que avanzaron en políticas públicas de ampliación de derechos que van plasmando escenarios de mayor justicia social. Pero la derecha neoliberal no se rinde y despliega las más diversas tácticas para restaurar el proyecto que extendió en el último cuarto del siglo XX los niveles más crueles de injusticia y desigualdad. En algunos casos produjo retrocesos por vía de acciones destituyentes como ocurrió en Honduras o Paraguay. En los demás países, desde la oposición electoral a la violencia directa, las fuerzas conservadoras han apuntado a cerrar los procesos de cambio epocal en curso.
Octubre fue pródigo en lecciones. La vida real fue más potente que los sets televisivos y los pronósticos de la oleada restauradora. Las anunciadas victorias electorales de candidatos más proclives a los mercados, a la inserción internacional subordinada a los organismos financieros internacionales y al núcleo de países que, durante el siglo XX, expresaron la hegemonía del sistema-mundo capitalista, se estrellaron contra la realidad.
Los gobiernos de Brasil, Bolivia y Uruguay, que expresan procesos nacionales de distinto alcance, ritmo y profundidad, lograron triunfos electorales populares con mayor o menor grado de holgura. Los avisos de la derrota del populismo, hasta aquí, han sido una expresión de deseos más que una conquista de los sectores privilegiados. Luego de 15 años de cambios culturales, políticos y sociales, la región ha visto reducir la pobreza y la desigualdad en el marco de procesos de ascenso social, lo que a su vez genera nuevas necesidades y demandas.
En nuestros países, es mucho lo hecho y mucho lo que falta, pero solo siguiendo el rumbo de ampliación sostenida de la democracia protagónica y participativa se irán saldando los efectos de décadas de capitalismo neoliberal. Existen razones para sostener una esperanza. No solo porque las fuerzas mayoritarias mostraron alternativas a la debacle neoliberal-conservadora, sino también porque la oposición política solo ha exhibido una pobreza reducida a la reproducción de las medidas que llevaron a nuestros países a la catástrofe. En otras palabras, por méritos propios y por las limitaciones ajenas, el siglo XXI aparece como una oportunidad única para construir la Patria Grande justa, soberana, libre e igualitaria que soñaron nuestros fundadores.

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